Periodismo: el cofre de la memoria, por Jennifer Ávila
Discurso de aceptación del Reconocimiento a la Excelencia del Premio Gabo 2023, leído en el Teatro Colón de Bogotá en la ceremonia de entrega del undécimo Premio Gabo, el 30 de junio de 2023.
Acepto este reconocimiento que no solo es motivo de gran alegría y satisfacción, sino que, sobre todo, me da la responsabilidad de honrar este oficio y ejercerlo desde la trinchera ética en la que he decidido estar.
Agradezco a mi equipo, a la mejor socia, al mejor equipo de periodistas, artistas, administradoras, fotógrafos y creativos que puedo tener. Y agradezco a mi esposo y a mi hija por ser quienes están allí cuando ando armando mis textos en la cabeza y pareciera estar ausente, que no estoy en casa, gracias por darme todo el amor que necesito para seguir en esto.
Agradezco a la Fundación Gabo, a mis maestras y maestros por empujarme a hacer el mejor periodismo posible, por decirme cuando voy mal, por abrazarme cuando hay miedo, por dar un mensaje contundente sobre la importancia del diálogo inter generacional, asumo su reconocimiento con compromiso.
Y agradezco a los periodistas de América Latina —nicaragüenses, venezolanos, guatemaltecos, salvadoreños, mexicanos— que me inspiraron y a quienes abrazo en estos momentos duros de exilio, cárcel, impunidad y censura.
Quizá ustedes estén esperando que yo les diga que el periodismo es útil, porque siempre estamos en esa discusión que nunca logra responder la pregunta ¿para qué sirve lo que hacemos?
A veces nos ponemos todos serios y decimos: sirve para construir democracia, sirve para que la gente esté informada ¿qué es eso en nuestra era del exceso de información, del clickbait, de los autoritarios cool que ordenan por twitter? En una era que parece gobernada por algoritmos.
Como salida fácil del acertijo decimos que realmente lo que hacemos es contar historias ¿historias? Como si estas fueran algo sin alma.
¿Le estamos ganando la verdad a los enemigos de la democracia? ¿Le arrebatamos acaso un grito al silencio? ¿Estamos ganando algo al fin de cuentas? ¿Contamos historias para arrancar un poco de justicia al monstruo de la impunidad?
El periodismo ha sido para mí una terapia, una terapia contra el olvido.
Tengo más preguntas que respuestas, como buena periodista; aunque como buena periodista también estoy obsesionada con saber y entender, con pasar por mi cabeza las palabras que escucho y escribo y además, pasarlas por mi piel y mi voz. Por eso es para mí una terapia el periodismo, una terapia que me permite guardar en un cofre el tesoro de muchos secretos, de muchas historias, de muchos dolores, el cofre de la memoria.
Verán, yo nací y crecí en un pequeño pueblo de Honduras que se llama El Progreso, y como tal, ahí se empezó todo a torcer, como es en efecto el progreso en nuestros países.
Es común encontrar pueblos con ese nombre en los países en donde se asentó la compañía bananera, como mi pueblo.
Haber nacido ahí me marcó, me puso en el filo de los significados ambiguos, contradictorios, metafóricos. El Progreso es una promesa siempre rota. Algo destinado a no ser aquello por lo que es nombrado.
Pueblo costeño, a la orilla de uno de los ríos más caudalosos de Honduras, en medio de plantaciones de banano y ahora de palma africana, narcos, pandillas, inundaciones, de todo hay en El Progreso, pero sobre todo, hay historias que marcaron la forma en que veo el mundo y cómo lo vi de niña, en una raquítica biblioteca en mi colegio debajo de algún ventilador que me permitía seguir despierta transpirando el calor costeño me trasladé a Macondo.
Nací y crecí rodeada de tantos símbolos de esa historia, la de El Progreso que nunca fue en Centroamérica. Mi niñez la jugué sobre una historia enterrada como las oxidadas líneas férreas de la railroad company, que se ven pero se intentan negar. Algo pasa con la memoria en pueblos en los que todo se derrite. Sus vestigios están ahí, pero transfigurados, nos hablan, pero desde otro mundo. Como los rieles del tren, antes horizontales y ahora verticales sosteniendo las verjas de los jardines de mi ciudad.
El Progreso, la ciudad de los campesinos que paralizaron, por primera vez en América Latina, a la United Fruit Company en 1954 luchando por los derechos laborales que al final conquistaron aunque eso también significó una etapa larga y dura de golpes y represión en Centroamérica. Un grito y un golpe… Tanto tiempo después y aún resuena más la bota militar en marcha que el grito de los trabajadores insurrectos que una vez pudieron tumbar a un gigante transnacional.
También escuché en pláticas banales la historia de la baleada, una comida típica de mi país, que de fondo contaba cómo las mujeres adaptaron su cocina autóctona a los ingredientes que traían los gerentes gringos de la bananera; o el relato popular de los diputados más baratos que una mula que le entregaron el país a la transnacional, la historia de la banana republic, triste pero a la vez curiosa.
Crecí escuchando la historia de los miles de trabajadores pobres que llegaron de la zona sur del país a la zona de la compañía atraídos por el progreso ya que venían de un lugar que aún ahora sigue siendo el más pobre y golpeado por el cambio climático… muchas de esas historias me las contaron mis abuelos, mi madre, el cura del pueblo, porque ellos lo vieron, mi abuelo fue uno de esos migrantes y los curas de mi pueblo eran los jesuitas que fueron parte de las revoluciones en Centroamérica.
Yo creo que tuve un gran oído para esas historias, porque eran contadas como si aún fueran prohibidas, tantas décadas después.
En la adolescencia me llené de historias leyendo a Ramón Amaya Amador que contó cómo era el infierno del oro verde y más adelante cómo se forjó una sociedad deprimida y reprimida por la pobreza pero también por el miedo a la revolución; los poemas de Roberto Sosa también me hablaron del mundo para todos dividido y más de alguna vez se los leí a algún enamorado que no tenía el más mínimo interés en los problemas de la sociedad escritos de manera hermosa… yo tenía llena de poesía la cabeza mientras en la iglesia se cantaban algunas canciones de los Mejía Godoy que celebraban una revolución en Nicaragua que le dio una especie de suspiro a la región pero que se convirtió en una nube oscura que ahora es una tormenta de autoritarismo y horror.
Esas historias estimularon mi imaginación, porque hay que imaginarse cómo pueden ir mejor las cosas, al menos eso cree uno cuando no le ha tocado reconocerse como parte de esa historia, cuando los golpes aun no llegan.
Pero llegaron.
Yo fui consciente de mi propia historia muchos años después, cuando comencé mi carrera como periodista. Nunca como ahora había tenido tan presentes los recuerdos de mi infancia como cuando vi a un huracán destruyendo mi país, esa imagen de ver el río llevarse casas enteras luego tuvo mucho sentido cuando entendí que miles se fueron como la corriente del río, hacia otro país, otros miles se quedaron, como los restos que dejó el río allí tirados, sin comunidades, allí, supe que germinaron las pandillas en Honduras en un momento en el que también florecía y se arraigaba el crimen organizado. En ese año de destrucción viví el primer asesinato de un familiar cuya impunidad nos ha acompañado por mucho tiempo y entendí, no en ese momento, sino ahora, incluso lo entiendo más cada vez que lo expreso, que el silencio es la norma en Honduras para poder sobrevivir. Que la imaginación sirve más que para buscar una solución, para escapar un momento de la realidad.
Cuando entré a la universidad supe que quería ser o escritora o periodista, o ambas, sobre todo porque estaba convencida que ningún medio me estaba contando las historias de Honduras, no me sentía satisfecha y también me sentía enojada. Estaba molesta porque los medios decían que las mujeres éramos culpables de la violencia que vivíamos, que los jóvenes se buscaban los finales terribles que llegaban a tener, que los pobres en Honduras eran muchos porque ellos se lo buscaron y que los gobernantes robaban pero algunos al menos arreglaban una calle y eso compraba nuestro silencio. Además de simplificar lo que nos pasaba como país no me daban historias, algo que quedara en mi memoria.
Y luego vino algo que cambió el rumbo de lo que yo pensé hacer con mi carrera, en Honduras hubo un golpe de estado y entonces la prensa borró la sangre de las fotografías que mostraban que los militares tiraron a las cabezas de las personas que protestaban, los medios que decían que lo que pasaba era un golpe de estado eran clausurados por militares, y de nuevo: la receta de siempre en mi país: el silencio para poder sobrevivir.
Algo se rompió dentro de mí, algo se rompió en mi país y literalmente, algo se rompió en El Progreso. El caudaloso río Ulúa, al lado del cual está mi pueblo, tenía un puente, se llamaba La Democracia. Pues, un mes antes del golpe de estado un temblor quebró el puente La Democracia. Tenía que ser un designio premonitorio de las voces silenciadas de la memoria.
Se rompió la democracia, el puente, se rompió todo. Después del golpe nada podía ser igual, pensé. Y me rompe el corazón aceptar que después del golpe, solo vinieron más golpes.
Un día en la universidad, en una clase recuerdo que lloré y lloré fuerte, con rabia. Nunca me había pasado algo así y estaba tan histérica que no recuerdo ni la reacción del maestro ni de mis amigos alrededor. Había leído en un periódico de circulación nacional, que sigue circulando por cierto, que un grupo de jóvenes roqueros habían sido asesinados en una aldea, parece que eran roqueros y malandros decía la nota, quizá por eso se merecían estar allí como se mostraban en la foto, apilados uno encima del otro, sin latidos. Uno de esos jóvenes era mi primo. Me dolió en ese momento que yo no sabía siquiera cómo era mi primo, éramos de la misma edad pero él había crecido en un lugar más rural que en el que yo crecí, recuerdo que de niños jugábamos en el río que cruzaba entre las casas de los hermanos de mi abuela. Recuerdo esos juegos infantiles pero en la adolescencia nos vimos un par de veces y nunca platicamos de qué música nos gustaba, de qué sueños teníamos, de qué amores añorábamos. Y me dolió en el fondo de mi corazón saber que yo no sabía si a mi primo le gustaba el rock, pero estaba al menos segura de que por eso no merecía estar allí apilado, sin pulso, en la portada de un periódico amarillista.
El periodismo es una terapia para mí, para hablar de esto, para entenderlo, conocí más a mi primo después de haber sido asesinado por policías en su comunidad pero sobre todo entendí el sistema de justicia y el amor de una familia que luchó en contra de eso para conocer la verdad. Creo que el periodismo fue mi excusa para ir a esa comunidad, años después, incluso ya con el río casi seco y preguntar a mi familia sobre el dolor, el amor y la justicia.
Yo cuento historias de personas con alma, de gente que sobrevive pero que ama, que sueña, que se mueve… también de gente que muere, porque la han matado por no estar de acuerdo, de gente que muere porque no hay medicinas, de mujeres que no pueden parir con la esperanza de que sus hijos estarán bien en mi país. También cuento historias de personas que tomaron decisiones que afectaron a otras, a millones, incluso la de los que alguna vez se sentaron en el banquillo de los acusados por tener sangre en sus manos, por contener los males de mi sociedad… y quiero escucharlas todas, todas las historias, saber más y contar más, porque el periodismo es mi terapia pero también es un vicio que me convence todos los días de que el tesoro que vamos guardando en un cofre, la memoria, es necesaria o será necesaria algún día.
Cuando comencé mi camino de ser mamá, en algún momento pensé que el periodismo no iba a ser compatible con eso y ahora creo que no pueden ser más compatibles los dos oficios. Hace poco estaba con unos amigos muy queridos en Ciudad de México hablando de todo un poco y le conté a alguien en esa mesa que yo sentía que apenas estaba sanando el parto que no me dejaron tener cuando mi hija nació, por haber sido atendida a un hospital público en plena crisis por el saqueo de los servicios de salud que hicieron los gobernantes de mi país en ese entonces; le he dicho a mucha gente: yo no parí a mi hija, no me dejaron, porque me hicieron una cesárea sin siquiera yo haber comenzado labor de parto. Y esa noche hablábamos de Honduras también, de lo que nos hizo y nos sigue haciendo la represión instalada de un estado contrainsurgente cuando Centroamérica ardía en revoluciones, pero Honduras nunca pudo parir la suya. Hablamos de ese grito que sigue atorado en nuestra garganta, en la de Honduras y en la mía y la de tantas.
Hoy, mi país está militarizado, mi región, Centroamérica, está gobernada por tiranos, dictadores, narcisistas y criminales. La gente calla o huye. El silencio se apodera de nosotros y volvimos a susurrar cuando creímos que al fin íbamos a poder gritar, hoy por eso creo más en el periodismo, nos toca escuchar, arrebatar un grito al silencio, guardar en nuestro cofre la memoria, quizá algún día ese grito ahogado salga de una vez por todas.
¿Para qué sirve lo que hacemos? Para salvar la memoria, la impunidad del poder busca acabar con la memoria, la de un expediente, la de un pueblo, la de las luchas, la de la dignidad.
Los periodistas nos hemos convertido en los guardadores de la memoria, protectores de la palabra. Y quiero usar esa palabra: guardadores, que la RAE define también como quienes se encargaban de guardar y conservar las cosas que se ganaban a los enemigos en una milicia antigua.
Guardadores de la filigrana de la memoria, de un puente que siempre estará roto y que nos toca reconstruir para preservar la vida, historias y voces de quienes diariamente construyen y rompen ese puente, como el de mi pueblo, el de la democracia.