Discurso de Dorrit Harazim, ganadora del Reconocimiento a la Excelencia
Recuerdo, consternada, que ni siquiera agradecí con la debida efusión cuando Jaime Abello, en nombre del Consejo Rector de la FNPI, me dio por teléfono la noticia del Reconocimiento a la Excelencia. Quedé estupefacta. No lograba entender ni cómo ni por qué el selecto grupo de 12 miembros me había escogido.
Yo sé que mi trabajo tiene cualidades y no cultivo modestia retórica. Pero también sé, que solo en esta sala, hoy hay decenas de colegas con atributos y cualidades que son, como mínimo, equivalentes a las mías. Excelencia, por lo tanto, es lo que no falta en el radar de la Fundación.
Siendo así, concluí que la categoría en la cual soy un ave rara, tal vez hasta una especie en extinción, es menos la de excelencia y sí la de sobrevivencia, de longevidad en el ejercicio pleno del periodismo.
Es temerario hablar sobre longevidad profesional cuando nuestro oficio se encuentra en desenfrenada mutación y nadie sabe para quién, ni en cuál formato o plataforma, estará escribiendo cuando ocurra la edición 2016 del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo.
Pero traigo buenas noticias. Si la vida, como escribió García Márquez, no es la que vivimos sino la que recordamos y cómo la recordamos, la vida del periodista permite que ella sea las dos cosas: vivida y recordada como lo que mejor tenemos.
El periodismo es una profesión súper rara. No conozco otra que dependa tanto de la suerte, casualidad y curiosidad, más allá de sus competencias más mesurables. Tampoco conozco otra en la cual es considerado un privilegio haber testimoniado el horror de la guerra de Vietnam, la matanza a cielo abierto del golpe militar de Chile, la ruina del mundo con la caída de las torres gemelas en 2001, el miedo de Soweto en África del Sur de la segregación racial, el semblante retorcido de la familia Nixon en el momento de la renuncia en la Casa Blanca.
Frente a las miserias humanas lo difícil es acertar el tono y no desviarse de una de las funciones básicas de la prensa en la sociedad, la de examinar nuestros hechos y lo que ellos significan, no apenas lo que son, fundiendo la información con el análisis. En resumen, ayudar al público a entender mejor el mundo sin volvernos protagonistas obligatorios de la historia.
Nosotros los periodistas pertenecemos a una tribu que ya tiene la vanidad y la soberbia en el ADN, -en esas dos cuestiones perdemos apenas ante la tribu de neurocirujanos-. La sociedad nos permite ahondar, adentrarnos sin pedir permiso para hacer preguntas impertinentes. Y el oficio nos da el poder de la última palabra, de la versión final, de la escogencia del tema, del título, del subtítulo, el tono. Nuestro protagonismo ya es, por lo tanto, descomunal. Y la confiablidad de nuestros reportajes no exige que estemos también insertos en la narrativa.
Apréndase con A.J. Liebling que en principio el peso de la firma debería bastar. Liebling cubrió el desembarque de los aliados en Normandía en 1944. En una de sus entregas para la revista The New Yorker, describió el instante de parálisis de un soldado que parecía no saber lo que ocurría. “Él estaba viendo el mundo a través de un filtro rojo, pues usaba gafas y la sangre le cubría los lentes”. Solamente años más tarde, al publicar sus escritos de guerra, Liebling mencionó que el sujeto de la frase era él. “Para la época me pareció más apropiado hacerlo así, pues si yo fuese lector sospecharía de un relato en el cual el reportero cuenta estar bañado en sangre”, explicó.
Yo tuve la suerte de trabajar en redacciones donde mis jefes inmediatos siempre sabían más que yo. Además de que sabían enseñar. Me gusta creer que también yo, como editora, supe detectar talentos y desanimar carreras equivocadas. Hoy el aprendizaje del oficio se volvió fantásticamente transversal, permitiendo a una veterana como yo continuar aprendiendo, solo que ya no con jefes sino con la muchachada.
Pasé la mitad de mis años como reportera corriendo detrás de la información y buscado organizar los hechos. Hoy el desafío mayor está en saber descartar el exceso de información para poder transmitir e interpretar lo que me parece relevante. Personalmente no considero el periodismo una misión, como muchos. Lo veo como un oficio de formidable responsabilidad social. Si es ejercido de una manera honrada, impulsa cambios constantes en nuestro vivir democrático. Tampoco considero el periodismo una vocación nata. Lo veo más como desembocadero, un punto de convergencia para quien se interese por el otro, para quien tenga curiosidad por la vida, le guste la historia, sepa escuchar (inclusive los silencios) y no confunda el escepticismo con el cinismo.
Yo, por ejemplo, llegué a la profesión por pura casualidad, hasta los veinte y tantos años nunca se me ocurrió ser periodista. Estudié imaginando volverme una gran lingüista, pues la palabra, los idiomas y sus orígenes me fascinaban. Para mi suerte acabé haciendo buen uso de la misma materia prima: la palabra, que en el periodismo tiene un poder de acción descomunal. Y la buena noticia anunciada en el inicio es esa: el rigor, la precisión y el celo con el que debemos escoger cada palabra de un reportaje impide que el oficio se vuelva tedioso. Y me permite aceptar este honroso premio con mucha alegría. El periodismo de largo aliento tiene que enseñar y aprender. Recomiendo no abandonarlo antes de hora. Buenas noches a todos y muchas gracias.