Perfil de Marcela Turati, ganadora del Reconocimiento a la Excelencia del Premio Gabo 2014
Por Wilbert Torre
Un sábado de agosto, Marcela Turati llegó arrastrando sobre el pavimento un equipaje rosado, salpicado de estrías negras y arañazos, a la casa que renta Periodistas de a pie, en el centro de la ciudad de México. Recién había vuelto de Chihuahua, desvelada y con dinero apenas suficiente para tomar un camión público que la trajo desde el aeropuerto. Cinco meses atrás había renunciado a la revista Proceso, agobiada por una duda que cada cierto tiempo se le presenta de manera irremediable: ¿el periodismo sirve para cambiar las cosas? ¿cómo se logra? El viernes por la noche, después de entrenar a periodistas de ciudad Juárez sobre cómo aproximarse a víctimas de la violencia, había extraviado la cartera con dinero en efectivo e identificaciones. Sólo pudo abordar el avión tras convencer al personal de la línea aérea de que era suyo ese pasaporte escaneado que mostraba en el monitor del teléfono.
Era cerca del mediodía y en la puerta del edificio la esperaban tres mujeres en sus veinte tempranos, una con el cabello teñido de verde y las otras en jeans. Las besó en la mejilla, les pidió que la siguieran al primer piso y las invitó a pasar a un salón austero, equipado con una mesa y sillas de plástico. Se sentó en el centro, se acomodó el cabello castaño con mechones rojizos que caía sobre una blusa ocre con bordados blancos, alargó las manos al frente y empezó a parpadear y mirar a los costados, un gesto recurrente en ella que conjuga timidez y nerviosismo.
–Cuéntenme cómo les ha ido. ¿Cómo va el proyecto?
–No muy bien. No nos hemos puesto de acuerdo para planear los reportajes –dijo una chica que se mudó hace seis meses de Chihuahua, donde era reportera de finanzas, para trabajar en la sección de opinión de una empresa de radio y televisión y acercarse a Periodistas de a pie, interesada en investigar derechos humanos. Un reportero que trabaja para un sitio de noticias online contó que había avanzado en la escritura de una lista con los nombres de taxistas asesinados en el Estado de México y el Distrito Federal, en las semanas recientes. Una chica dijo que estaba desempleada y que se había apartado de una investigación sobre trata de personas porque le estaba haciendo daño.
–¿Cómo te afectó?, preguntó Turati.
–Me deprimí. No quería salir de casa. Quería que le importara a todos, a todo mundo le contaba y a nadie le interesaba. Me dolía esa indiferencia. No he buscado nada más. Quiero volver y retomar la investigación.
Turati es la fundadora de la red de Periodistas de a pie, una asociación civil creada en 2007 –por la que han pasado desde entonces más de 500 periodistas– con la idea de potenciar en los medios el periodismo social ante la política y los asuntos judicales y capacitarse en técnicas narrativas y de investigación para salir a comunidades apartadas a reportar temas de pobreza y marginación, de manera diferente. Lejos de la compasión y cerca de propuestas de solución.
En enero de 1998, recién egresada de la carrera de comunicación en la Universidad Iberoamericana, llegó a trabajar al diario Reforma y se concentró en asuntos sociales. Si se incendiaba un bosque, allá iba ella. Si arrasaba un huracán, llegaba a las comunidades más apartadas. Y cuando no pasaba nada, se inventaba viajes para visitar pueblos remotos, caminar horas y pasar la noche ahí para conocer a la gente y entender sus problemas. Años después formó parte de las redacciones de Excélsior, en 2006, y de Proceso, en 2008, donde siguió escribiendo historias desde las comunidades.
Después del mediodía, aquel sábado de agosto llegó el resto de los muchachos. Nueve mujeres y cuatro hombres, algunos procedentes del interior del país para asistir a un singular taller de investigación en derechos humanos que Turati imparte algunos sábados y domingos, siempre que no se encuentra de viaje. Entre ellos estaban una chica de Puebla, estudiante de literatura, y el más joven de todos, un flaco con una diminuta arracada en el lóbulo que toca en una banda de jazz y recién había salido del desempleo como asistente de una veterana periodista.
Fundó este taller después de ver al escritor Cristian Alarcón preparar reporteros en su casa de Buenos Aires. Antes lo había intentado en un taller llamado Semillón, donde la red invitaba a escritores críticos y experimentados en temas de denuncia como Daniel Lizárraga. Pero Turati viajaba casi todas las semanas y solo acudió a tres sesiones. Daniela Pastrana, directora de Periodistas de a Pie, la que está ahí todos los días, tomó su lugar hasta que los muchachos se graduaron. Dos meses después de renunciar a Proceso, en marzo de 2014, concretó una idea que llevaba tiempo macerando: convocar jóvenes y hacer cosas que los periodistas más experimentados no tienen tiempo de hacer, y que resultan necesarias.
Por medio de Facebook lanzó una invitación a un taller gratuito y respondieron cuarenta jóvenes. Les contó que no tenía claro lo que quería hacer. Algunos estaban recién graduados de periodismo y la mayoría eran reporteros novatos, frustrados en sus medios o desempleados. Le pidieron enseñarles reportería de víctimas, a investigar y escribir crónicas.
Entonces se le ocurrió que el taller podía transcurrir bajo un sistema quid pro quo: comenzó a enseñar a los muchachos periodismo de investigación, a generar fuentes de información y organizar sus hallazgos en documentos Excel, a cambio de que cada semana todos se llevaran una tarea consistente en investigar casos de víctimas y desaparecidos. Les habló de los 72 migrantes asesinados en San Fernando y de cómo hacer exploraciones con herramientas a la mano, sin entrar en los dominios del crimen.
Ese sábado Turati dedicó más de una hora a hablar a los reporteros sobre cómo reportear cuando están con víctimas o sus familiares. Le interesaba transmitirles la idea de que deben ser sensibles y tener consciencia de que lo que preguntan y escriben puede tener consecuencias.
–¿Qué creen que uno debe hacer cuando se trata de trabajar con víctimas?– preguntó.
–Obtener información sin lastimar –dijo un alumno. Una chica dijo que pensaba en la responsabilidad de no victimarlos otra vez. Uno más se preguntó cuál sería la forma más prudente de acercarse a preguntar datos importantes para una investigación. Otros más opinaron durante varios minutos. Turati los veía con esa mirada pizpireta con la que suele observar cosas durante horas, callada, sin decir nada.
–El primer mandamiento es que la víctima no debe ser revictimizada– dijo Turati y alzó con ambas manos una caricatura de un periodista que encara a una mujer desconsolada y le pide: “¿puede llorar mirando a la cámara?”–. No les digan sé cómo se sienten, ni los acosen en los funerales. Intenten acercarse a través de un primo o un tío que los presente con los padres. Tengan especial cuidado al hablar con los niños. No los pongan en una situación que pueda lastimarlos. Y eviten publicar nombres sin cuidado, porque pueden hacer que terminen muertos los testigos de un crimen.
Antes de despedirse, les dijo que si se empeñan en una cobertura de víctimas de manera ética y humana, se ahorrarán muchos conflictos. Confesó que muchas veces se ha preguntado si los periodistas son unos buitres. “Cuando tienes claro que tu trabajo puede ayudar a la justicia, comienzas a quitarte esa idea”, sonrió y volvió a pestañear varias veces.
2
–En casa, a mí la historia me la contaron al revés.
Recuerda Turati y su sonrisa se ahoga en una mueca. Está sentada en una banca en un patio elevado de la casa de Periodistas de a pie. Debajo dormita Goyo, pequeño y de rulos blancos recién podados, un perro sin raza que llegó a su casa por culpa de una fiesta: una de sus amigas lo encontró vagando en la calle. Lo adoptó y ahora la acompaña a todas partes cuando está en la ciudad.
En casa, su papá, Eduardo Turati Álvarez, un oftalmólogo que se hizo famoso al encontrar la imagen de Juan Diego en los ojos de la Virgen de Guadalupe, le contaba de niña que en el momento en que agonizaba Benito Juárez –el presidente liberal que expropió los bienes del clero y decretó la separación Estado-Iglesia– un sacerdote tuvo la visión de cómo descendía a los infiernos. También le decía que en los tiempos de la matanza de Tlateloco en 1968, también se asesinaban católicos.
Los Turati eran una familia conocida, católica y politizada, profundamente anti comunista y anti priísta. Su papá fue diputado federal por el Partido Acción Nacional, un partido de derecha, candidato a presidente municipal de Chihuahua, y presidente de la ultra conservadora Unión Nacional de Padres de Familia. La niña Marcela creció leyendo libros de religión e historia, vidas de misioneros, críticas al PRI y la revista Proceso.
Bertha Muñoz Cordero, su mamá, había sido enfermera antes de casarse y ser madre de siete hijos. Marcela es la única mujer, la tercera. La recuerda diferente desde muy pequeña, en kinder, cuando empezó a asistir a escuelas de monjas. A los ocho años se iba sola caminando, atravesaba algunas calles, un parque y llegaba a la escuela. Tenía muchas amigas. No le gustaba que la peinara ni que le pusiera vestidos. Era autosuficiente y hacía cosas raras. Si las otras niñas coleccionaban cepillos y bolsos de Hello Kitty, su hija presumía una bolsita de tela en la que colectaba la viruta después de que sus compañeras sacaban punta a los lápices.
–Desde chiquita tuvo interés por ayudar a los demás. En quinto año pensaba mucho en sus amigas, aunque se culpaba de ser insensible– dice su mamá. Era rebelde y a la vez tierna. Se sentía sola entre sus amigas y en casa sus hermanos la hacían sufrir. Me hubiera gustado estar más cerca de ella, pero era diferente. No era fácil compartir con ella.
Leía revistas de misioneros que narraban sus peripecias en África. Sus hermanos la molestaban mucho –se escondían en el closet para asustarla, le espantaban a los novios de la adolescencia– y ella solo se sentía segura en su cuarto, donde se encerraba a leer. A los doce años salía a las calles a repartir volantes con el rostro de su papá, aspirante a diputado y visitó el campamento en el que Luis H. Álvarez, un veterano panista, hacía huelga de hambre en protesta por el fraude electoral de 1986 que atribuía al candidato priísta Fernando Baeza. Acompañaba a sus padres a las manifestaciones y aprendía con el resto cómo hacer resistencia civil pacífica, si el gobierno mandaba tanquetas. En la adolescencia siguió asistiendo a los mítines del PAN, toda de azul y con aretes con el emblema del partido, en la campaña presidencial del Maquío, un panista norteño y popular.
Pero la política tan cerca a su familia no la atraía en absoluto. En esos años comenzó a pensar en hacerse misionera.
Hasta la preparatoria escuchó hablar por primera vez de la matanza de Tlatelolco. Tuvo una fuerte crisis interior. Se preguntaba qué podía hacer que sirviera de algo, y en su cabeza escuchaba como un eco a su papá decirle que quien no vive para servir, no sirve para vivir. Para entonces la idea de convertirse en misionera había crecido y comenzó a preguntarse si podía serlo. Había asistido a un congreso católico donde conoció a la Madre Teresa, pero no estaba segura. Al terminar el bachillerato reunió a sus papás para informarles que se iría a la sierra Tarahumara.
“Pensarán que estoy loca porque aquí tengo todo y me voy a sufrir”, les escribió en una carta. “Es posible que no me entiendan, pero no quiero hacer lo mismo que hacen todos. Quiero ver, oler y sentir la pobreza para entenderla”. Su mamá no quería que se fuera y la sorprendió que su papá no se opusiera.
Era una misión jesuita con monjas, pero vivía con laicos. Enseñaba ciencias sociales, español e inglés a niños indígenas de la sierra. La vida en comunidad le gustó. Recuerda que los chicos la hacían reír todo el tiempo. Cuando llegó a Yoquivo, cerca de Batopilas, un hombre acababa de ser asesinado y varias familias debieron huir, amenazadas. Una tarde que jugaba basquetbol con los estudiantes, a uno se le cayó la pistola al piso. Muchos del pueblo andaban armados y ya empezaba a hablarse de la droga. Sus alumnos se iban por temporadas a las barrancas, donde se cultivaba mariguana. Tuvo un pretendiente que murió baleado.
Allá escuchó hablar del obispo José Llaguno, una leyenda en la Tarahumara. Había muerto unos meses atrás y la gente contaba que se ponía al timón de una avioneta para ir a recoger indígenas enfermos a la sierra y de cómo había creado una comisión de derechos humanos en tiempos en los que era común la tortura, en los años ochenta. En la sierra, Turati pudo ver algunos proyectos de salud y productivos fundados por Llaguno, que a veces se aparecía en el consultorio de su padre, acompañado de ancianos que no veían y que el oftalmólogo de Chihuahua atendía sin cobrarles. A veces ella dormía en Guachochi, ahora un pueblo violento y narco, en casa del padre Pepe, también Jesuita y aviador.
Estando en la Tarahumara, un día decidió que debía estudiar una carrera. Había pensado ser sicóloga, pero en la preparatoria una orientadora le dijo que era demasiado inquieta y que se iba a aburrir. Entonces descubrió la carrera de comunicación y le entusiasmó ver algunos de sus pasatiempos juntos: la literatura, el cine, la radio y la fotografía.
Pasados seis meses, le dijo a la religiosa a cargo que deseaba ir a trabajar a Estados Unidos. Pasó una temporada en San Antonio con unas monjas activistas: una de ellas quería ser sacerdotiza. Otras eran simpatizantes de la teoría de la liberación y habían vivido en El Salvador. Trabajaba con niños hispanos ayudándoles con sus tareas. “Ahí empecé a ver más pobreza. A escuchar lo que había pasado en Centro América en las guerras”. Después viajó a San Luis Missouri para unirse a otras monjas. Se levantaba a las seis para ayudar a las misioneras de la Madre Teresa a alimentar a hombres y mujeres sin hogar. Les preparaba el desayuno y asistía a unas clases de inglés para refugiados donde conoció inmigrantes vietnamitas y hondureños. Al terminar sus lecciones se trasladaba a un hospital donde comía y su tarea consistía en servir agua en jarras y sonreír a los pacientes.
3
–La recuerdo muy callada, muy tímida y muy observadora. Como quien descubre un mundo desconocido–, dice Ana García, una de las mejores amigas de Turati en la Universidad Iberoamericana.
Su papá no se había opuesto a que estudiara ahí, pese a que los jesuitas eran un enemigo declarado: significaban la conspiración comunista y su lucha había sido siempre contra ellos. “Yo tengo una ideología, pero a mis siete hijos siempre les he dado libertad para que hagan lo que decidan. Que sean libres”, relata el oftalmólogo. Ella se fue de casa –la única mujer, la primera en dejar la familia– deseando hacer un programa de radio nocturno que salvara a la gente de suicidarse. Quería contar historias de esperanza.
En la primera clase de la Ibero, una maestra de cine proyectó Garganta profunda, un clásico del cine porno, interesada en que los estudiantes analizaran los encuadres. Ella nunca había visto nada de nada. Tenía 19 años y había tenido novios infantiles. No entendía que en DF los amigos no se ven a diario. “Sufrí mucho, era un shock. Estaba asustada. La Ibero era muy liberal. Nunca había conocido personas de otra religión y se hacían bromas y chistes que en casa no se permitían”.
Otra maestra comparó al teatro con un orgasmo y un sicoanalista preguntó al conocerlos si alguien había consumido drogas. Un jesuita impartía unas pláticas llamadas sexualidad en el confesionario y Turati escribió una carta pidiendo que lo despidieran. “Todavía tenía mis tintes derechosos. Una de las cosas de las que más me siento avergonzada”. Una tarde se soltó a llorar al final de las clases. “Les dije a un grupo de compañeros: por favor no me pregunten nada, porque no entiendo, no sé que decir. Me sentía en otro planeta. Era horrible. Todo mi contexto se había difuminado”.
Esta vez su refugio fue acción pastoral de la universidad y Radio Ibero, donde hacía un programa sobre la marginada colonia Santa Fe y los problemas de la gente. Se hizo fanática de la trova y viajó a Cuba con sus amigas de Chihuahua a conocer a Silvio Rodríguez. Luego fundó un programa radial dedicado a la música cubana: un amigo le prestaba discos y los hacía tocar. Él era su único radioescucha.
Con el levantamiento armado en Chiapas en enero de 1994, la Iberoamericana tuvo un papel protagónico. Alumnos y maestros fueron encarcelados por participar en protestas. Turati daba todo lo que tenía por irse a Chiapas, pero su papá la frenó. Poco faltó para que le dijera que se olvidara de él si se iba allá. Temía que los jesuitas estuvieran involucrados en la guerrilla y que su hija se enredara con ellos. “Siempre me he arrepentido de haberle hecho caso. Estar allá me hubiera marcado, aunque ya para entonces los jesuitas me habían cambiado. Pastoral era eso, pues: la teoría de la liberación”. En una actividad pastoral, alguien le dijo que un hombre que tenía una oficina pequeña había sido secretario del arzobispo Romero, asesinado en 1980. “Hola, cuénteme de monseñor”, le dijo. Se hicieron muy amigos.
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“Siempre digo que soy la oveja negra: para unos un milagro, para otros un error”, dijo Turati, con una sonrisa tímida, otro día de agosto. Se refería a la confrontación brutal del mundo que le habían mostrado en casa y a la forma en la que comenzó a transformarse desde la universidad y con mucha más fuerza después, en el periodismo. Era como si otra persona intentara salir tirando golpes desde dentro de ella.
Roberto Zamarripa, director del diario Reforma, creció en una familia al otro lado del sol respecto de la familia Turati: hijo de un periodista, escritor y sindicalista, había entrado siendo casi un niño al Partido Comunista Mexicano, donde fue militante destacado. La conoció en una clase de teoría de la información que impartía en la Iberoamericana. Se empeñó en que sus alumnos conocieran historia de México, las relaciones con el poder y la narrativa de Kapuscinski.
–Marcela era tímida e inhibida. Lo que podía confundirse con desinteresada–, dice Zamarripa. Probablemente evadía temas que le causaban controversia.
En clase, el maestro revisó tres lecturas: Las redes imaginarias del poder político, una discusión marxista de Roger Bartra, un libro de un autor cubano de propaganda política, y El Emperador, de Kapuscinski. Le interesaba comparar el periodismo de propaganda apuntalado por datos y estadísticas, con el periodismo descriptivo que nace de la gente. Le fascinaba El Emperador porque a diferencia de un periodismo denunciante a partir de la voz de opositores con un interés de poder, Kapuscinski contaba la historia de Selassie por medio de los testimonios de sus súbditos, como el hombre encargado de acomodar el cojín de la silla imperial. Quería que los muchachos conocieran que para describir al monstruo había que ir a las entrañas, y que entendieran la lógica del poder político. Si la comprendían, podrían saber por dónde caminar para encontrar gente que les compartiera cosas.
En enero del 98, invitada por Zamarripa, Turati se hizo reportera de Reforma. Viajaba mucho y le salía barata al periódico: con los viáticos que recibía para una estancia de siete días, ella se quedaba veinte –casi siempre sin pedir autorización– y volvía con cinco historias más. No había cumplido dos meses cuando un editor quiso despedirla porque no era capaz de terminar una historia. Zamarripa pidió que le dieran tiempo. Pronto las cosas fueron distintas. “Sabe caminar, escuchar y observar. Y compartir. Es solidaria para trabajar y solidaria con la gente. Sus trabajos no son de una sola voz, sino una colección de voces, aunque no todas están escritas”.
¿Qué te sorprendía más de Marcela?
–La paciencia dentro de su desesperación. Es muy desesperada. Ella quisiera arreglar las cosas de un trancazo. Es la historia de su vida y no se da cuenta de que no puede resolver las cosas así.
En un viaje a Chiapas, llegó a Sitalhá, el municipio con niños con mayor grado de desnutrición del país. Se bajó del autobús y fue a ver al comisario, quien le dijo que no era bienvenida. El camión pasaría por ahí tres días después, así que no tenía de devolverse. Como siempre en esas circunstancias, pidió refugio a las mujeres del pueblo, pero ninguna quiso recibirla. Durmió en la escuela, un sitio sin luz, plagado de ratones y un borracho detrás de la puerta. Rentó una cobija con agujeros. No pudo dormir. Leía un libro y no podía dejar de pensar en El Charco, donde el ejército había matado indígenas en una escuela. “Fue la noche más horrible de mi vida. Tenía mucho miedo”. Al día siguiente intentó hacer preguntas sobre la desnutrición de los niños, hasta que se vio rodeada por decenas de mujeres, que le gritaban nombres. Alguien le contó que estaban exaltadas porque pensaban que era una funcionaria de gobierno y exigían que escribiera los nombres de sus hijos para recibir dinero. Un hombre la sacó de ahí cuando le dijo que le pagaría lo que quisiera.
El reportaje de Sitalhá trató de una comunidad que vendía sus productos de la canasta familiar para comprar Coca Cola y Totis –unas frituras de harina populares entre los niños mexicanos– , base de alimentación de los indígenas desnutridos. Un amigo le dijo que su papá lo había leído y había dicho que nunca más ayudaría a los indígenas, porque eran viciosos. Turati se preguntaba qué había hecho mal. Qué debían tener sus historias para cambiar el sentido de las cosas.
–Era nerviosona, siempre andaba con los puños apretados –recuerda Zamarripa–Trabajar en el diario la ayudó a desatar impulsos internos. Siempre tuvo unas ganas enormes de vincularse a las comunidades y ayudar. No es que Marcela hubiera querido ser misionera: ella es misionera, para bien o para mal.
Su mutación terminó de ocurrir en el periodismo. La reportera que había estudiado con monjas se adentró en el mundo de los obispos y quedó asqueada de la corrupción de la Iglesia. Después investigó las desapariciones de los años 70 y conoció otra historia, la de la izquierda y los movimientos estudiantiles reprimidos por el gobierno, que no le habían contado. Se involucró en temas de derechos humanos y al acercarse a los defensores entendió la represión. Durante varios meses hizo una inmersión en la disidencia del sindicato petrolero y entendió el poder caciquil de los líderes sindicales. Cuando el PAN ganó la presidencia en 2000, conoció otra cara del partido al que había conocido de niña y dejó de ser panista. Siguió escribiendo sobre pobreza y visitando los municipios más pobres, un ritual permanente en su forma de entender el periodismo. “Al final de todos esos años en Reforma, yo era otra, totalmente distinta”.
–Todos cambiamos con el paso del tiempo –dice su papá–. El país cambió y Marcela se transformó profundamente. No fue misionera, pero con el periodismo hizo un apostolado en lo social.
Turati renunció a Reforma en 2004, planteándose la misma pregunta: ¿el periodismo podía cambiar las cosas? ¿Servía de algo lo que ella hacía? Ese año fue finalista del premio de la FNPI con un trabajo sobre un grupo de migrantes muertos en el desierto de Yuma. “Tan pronto salí, mi venganza fue enviarlo a la FNPI”. Venganza porque Reforma no permitía a sus reporteros participar en concursos. Fue una serie de tres partes que escribió a toda prisa.
La dirección editorial decidió que se publicara solo una entrega, pero comenzaron a llegar llamadas a la redacción. La tarde del día siguiente recibió la orden de escribir una segunda a toda prisa, y al siguiente, una tercera. Cuando fue nominada, entraba todos los días a la página de la Fundación para ver si su nombre seguía ahí. Creía que se trataba de un error. “Lo que más impresionó a los jueces fue la historia detrás, porque no era un reportaje bien escrito”, explica Turati. “Les conté que era un seguimiento de un año, porque me habían bloqueado y no me habían enviado a reconstruir el viaje fallido de los migrantes. Me obsesioné con ellos. Soñaba con los muertos. En el primer aniversario me pagué el viaje y me largué sin pedir permiso, porque ya no me dejaban salir”.
Tras renunciar hizo un viaje de dos años a Centroamérica. Regresó a la Tarahumara, viajó a Estados Unidos y después a Sudamérica. En Nicaragua estuvo en una comunidad sembrada de minas antipersonales, donde los niños le enseñaron a caminar sin pisarlas. En Brasil durmió en la choza de unos indígenas de la Amazonía amenazados que no le entendían una palabra. Fundó un blog que llamó Periodismo de esperanza y ese periplo consistió sobre todo en esa búsqueda: una forma diferente de hacer diarismo.
En Rio de Janeiro dio con una asociación de periodistas sociales movidas por la idea de que en el centro de su trabajo debía estar la gente. Habían formado una organización y le cautivó que no solo denunciaban, sino intentaban soluciones a partir de experiencias. Eran periodistas ciudadanas y se asumían como educadoras de la sociedad.
Todo eso fue la semilla germinal de Periodistas de a pie. Turati piensa en ella como su hija. Entonces, ella y el colectivo de fundadoras no sospechaban que la asociación estaría muy ligada a lo que ocurriría en el país los siguientes años. Y que los años por venir lo cambiarían todo. Que las haría mutar, a ellas y a la red.
Una mañana de verano de 2007, en el restaurante Los Tamales de Álvaro Obregón –un sitio que en este país mutante ya no existe– se reunieron 40 periodistas, todas mujeres, para votar el nombre de la asociación. “Éramos ingenuas, pensábamos que sería solo para impulsar la cobertura de la pobreza”, cuenta Turati.
“En la fotos nos vemos felices”. Empezaron por capacitarse con un año intenso de talleres que después abrieron a otros reporteros. Pero las cosas comenzaron a cambiar con rapidez y las periodistas de la red se movieron hacia donde se movía el país. Entre 2007 y 2008 estalló el narcotráfico. “Estábamos ya muy cerca de María Teresa Ronderos, (maestra de la FNPI en temas de política, procesos sociales e investigativos), y Álvaro Sierra, (periodista, profesor y conferencista en asuntos de medios, paz, conflictos armados y drogas), y comprendimos que era necesario entender qué ocurría con el narco para dar un giro a la cobertura de temas sociales”, explica Elia Baltazar, cofundadora de la asociación.
“No teníamos claro lo que estaba pasando, pero intuíamos que iba a afectar la vida de las personas que nos importan”. Diseñaron talleres en el tema y estaban en eso cuando la violencia ya se había desatado. Se metieron a investigar la violencia en ciudades y comunidades y de pronto comenzaron a caer periodistas muertos. Se dieron cuenta de que pasaban cosas graves con los periodistas en los estados. “Nos involucramos y como había organizaciones defensoras de la libertad de expresión, nos concentramos en enseñar prácticas seguras para que no se dejara de hacer periodismo en las zonas riesgosas. Hicimos una marcha luego del secuestro de reporteros en La Laguna y llegaron cientos de reporteros que no eran cercanos a la red. Ya no nos salimos del asunto”.
Con el tiempo muchas caras familiares en la red comenzaron a desaparecer. “Pertenecer a Periodistas de a pie es tan difícil como participar en la serie Survivors“, ríe Alma Delia Fuentes, otra periodista cercana a la asociación. Se reunían a trabajar los fines de semana en parques de la ciudad mientras los niños jugaban y los maridos conversaban en otra mesa.
Los años pasaron, los cárteles mutaron, la violencia se transformó y la red de periodistas siguió andando por rumbos distintos y experimentales.
“Nos preguntábamos todo el tiempo ¿qué se requiere ahora? –escribió Turati antes de recibir uno de sus premios– ¿Cómo entrevistar niños con el alma rota? ¿Cómo nos cuidamos? ¿Quién conoce técnicas de autocuidado emocional? ¿Cómo se investiga la desaparición de una persona? ¿Y sin son miles? ¿Qué más hacemos?
En 2011 Turati presentó Fuego Cruzado, un libro de crónicas sobre víctimas de la guerra del narco. Por primera vez los muertos se hicieron visibles. Los humanizó para que no fueran más un número y les restituyó la identidad contando sus historias. Tras su libro y todo el trabajo febril de la red de Periodistas de a Pie, ganó premios internacionales. La Fundación Nieman de la Universidad de Harvard le otorgó el Louis M. Lyons a la conciencia e integridad en el periodismo y recibió el Wola en derechos humanos.
En 2007 había obtenido el premio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo por una serie de niños jornaleros publicada en el periódico Excélsior.
Turati, que nunca hace preguntas en las conferencias de prensa porque entra en estado de pánico, comenzó a preguntarse por qué la elegían. Temblaba al recibir los premios y odiaba tener que hablar en ceremonias y conferencias. “No vivo en Ciudad Juárez, no estoy todos los días entre la vida y la muerte y mi trabajo con víctimas tampoco es el más peligroso”. Una tarde que conversaban en Washington, Alfredo Corchado, veterano corresponsal de The Dallas Morning News, le dijo que el valor de su trabajo consistía en haber dado un rostro no fragmentado al desastre humano de la guerra. Uno de esos días que había vuelto a la Tarahumara, un jesuita la regañó.
Le dijo que cada vez que se escondía para no dar un discurso, dejaba ir una oportunidad. “Boicoteas las causas”, le dijo. A partir de entonces Turati comenzó a hablar con más frecuencia, aunque para hacerlo deba pensar mucho, prepararse y garabatear hojas con idas sobre lo que dirá.
5
Un lunes de mediados de agosto, Turati llegó a una junta a la casa de Periodistas de a pie para revisar con sus colegas varios asuntos. En estos días están concentrados en empoderar a las redes de periodistas de todo el país. En una docena de estados se han creado organizaciones y la intención es articular redes para que los reporteros del interior no dependan de la Ciudad de México, cuando ocurren alertas o amenazas. Sus actividades de periodista y activista la tienen en un estado de tensión permanente. Cuando le preguntan si es defensora de derechos humanos, se declara defensora de la libertad de expresión, un asunto en el que se volcó desde el asesinato de Armando Rodríguez, reportero de El Diario de Juárez, en 2008, y con más fuerza en el crimen de Regina Martínez, periodista de Proceso, hace dos años.
Turati está en una esquina del salón en donde los sábados entrena a jóvenes reporteros. A su alrededor, revisando papeles y cosas pendientes, están ocho miembros de la directiva de la asociación. Discuten sobre próximos talleres y revisan En el camino, el periódico que hacen para migrantes. Su cabeza gira a los lados y sus ojos parpadean con velocidad. Escucha en silencio, sin intervenir. De pronto su semblante cambia y toda su concentración está en el monitor de una computadora que Pastrana alza con ambas manos para hacer un aviso importante.
La página web de Periodistas de a pie había sido hackeada. Debían tomar decisiones.
Turati renunció a Proceso el martes 25 de Marzo de 2014. Semanas atrás había recibido una especie de amenaza que la hizo salir unas semanas del país. Al día siguiente cumpliría cuarenta años. Varios meses antes, la pregunta que se le aparece cada cierto tiempo volvió a meterle el pie: ¿el periodismo puede cambiar las cosas? ¿cómo hacerlo? Como siempre que eso le ocurre, salió de viaje y dedicó mucho tiempo a pensar. Se cuestionó otras cosas. Estaba pensando en las víctimas, sí, pero ¿que sigue? ¿Qué más? No se logra la justicia, no se alcanza la verdad –se dijo–.
Debía salirse de lo común. ¿Qué sigue? ¿Qué más?
Buscar a los perpetradores. Meterse a los mundos más criminales para entender lo que pasó.
Más de 72, el proyecto más reciente que co-dirige, apunta hacia allá. Con los miembros de la red y los muchachos del taller se han planteado trazar la ruta de cada cadáver de los migrantes asesinados en México y en lo posible contar sus historias para devolverles la identidad. “La procuraduría envió muchos migrantes a la fosa común. No le interesa identificarlos. Al desvestirlos, perdieron la ropa”. Desea hacerlo uniendo esfuerzos de reporteros de todos los medios y distintos países para construir una base de datos y compartir experiencias. Como hizo al fundar Periodistas de a pie.