Dorrit Harazim, reportera

Dorrit Harazim, reportera

Por Carol Pires

Dorrit Harazim estuvo en Vietnam durante la guerra y en Sudáfrica durante el apartheid. Fue testigo, en Santiago de Chile, del bombardeo del Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y —exactamente 28 años después— estaba en Nueva York cuando las Torres Gemelas fueron atacadas.

Ser testigo de la historia, sin embargo, no es lo mismo que ser protagonista de ella. No así para Dorrit Harazim. En sus 47 años como periodista, ya fuera que hiciera un reportaje sobre la periferia de São Paulo o sobre las trincheras de Camboya, nunca usó en sus textos el pronombre personal yo. De ahí que, entre periodistas jóvenes, no sea raro encontrar a quien se refiera a Dorrit como él en vez de ella. Quien no sepa cómo es su fisionomía. «Me cansé de corregir la pronunciación del nombre de ella. Es Dôrrrrrrit, no Dórit», cuenta Cristina Tardáguila, reportera del periódico O Globo que trabajó con Harazim en la revista Piauí durante cinco años.

Ese tipo de confusión con el nombre de una de las periodistas más respetadas de Brasil da una idea de su personalidad. «No conozco mejor combinación de estilo de vida y escritura: la misma elegancia, la misma discreción, el mismo recato», señaló el escritor Zuenir Ventura en 2010, cuando Dorrit Harazim fue la homenajeada del Congreso Internacional de Periodismo Investigativo de São Paulo.

Antes que nada, el nombre de Dorrit Harazim resulta extraño para la sonoridad brasileña porque ella nació en la extinta Yugoslavia. A los 5 años llegó a Brasil con sus padres, dos hermanos y una horda de inmigrantes de la Segunda Guerra Mundial. Pero aunque hubiese tenido un nombre corriente, Harazim sigue el principio de que no importa la carpintería del reportaje, sino el reportaje en sí. Y si no importa la carpintería, no importa el carpintero: el comentario que Dorrit Harazim publica cada domingo en el diario O Globo no lleva en lo alto de la página el pertinaz retrato de la autora de la columna; tampoco suele aparecer en televisión; no está acostumbrada a entrevistas; tampoco se ha unido a las redes sociales. Como resume Cristina Tardáguila: «Dorrit es idolatrada en la oscuridad».

Dorrit Harazim se volvió reportera por casualidad, al vivir otro momento histórico: mayo de 1968.

Como quería ser lingüista, Harazim dejó Brasil para estudiar en la Universidad de Heidelberg, en Alemania. De allí siguió hacia París, para proseguir sus estudios en La Sorbona. Envuelta en el debate de izquierda de aquellos tiempos, salía con un militante que era buscado por terrorista en tres países. Su destino cambió allí. Llevada en cierta ocasión a la Sûreté nationale, tras haber sido fichada perdió su puesto de secretaria en la Alianza Francesa. Consiguió otro trabajo como investigadora de L’Express, revista semanal que fue un éxito de ventas en los años 60. Dirigida por Jean-Jacques Servan-Schreiber, la publicación tuvo como colaboradores a Albert Camus y Jean-Paul Sartre.

Fue en L’Express donde Dorrit Harazim, que a la sazón contaba 24 años, conoció a dos ítalo-brasileños, Roberto Civita y Mino Carta, que estaban de paso en París para enterarse del engranaje del semanario francés. Planeaban lanzar una revista en Brasil. Ya habían visitado Der Spiegel, en Alemania, y se dirigían a Estados Unidos para conocer el funcionamiento de Newsweek y Time. Del encuentro con sus coterráneos salió una invitación para que regresara a Brasil y trabajara en esa revista que aún no tenía nombre. Ella quedó en que lo pensaría.

La «década de agitación estudiantil» —como el historiador Eric Hobsbawm llamó a los años 60— culminaría, meses después del encuentro de Harazim con los periodistas brasileños, con las sucesivas protestas de estudiantes y trabajadores de mayo de 1968. Con la agitación vino la represión. Fichada por el servicio de contraespionaje y sintiéndose cada vez más acosada, decidió que era hora de probar suerte en otro lugar. En octubre de ese mismo año desembarcó en São Paulo para trabajar por primera vez como reportera en la nueva publicación brasileña, que recibió el nombre de Veja y llegaría a ser el semanario más vendido del país.

«Arrendó un cuartito y, todas las noches, cuando entraba en él, pensaba: “Ha pasado un día más y no se han dado cuenta de que no soy capaz de hacer lo que quieren”. Nunca se dieron cuenta porque Dorrit aprendió rápido», cuenta el editor y fundador de la revista Piauí, Mario Sergio Conti, en el libro Notícias do Planalto.

Mino Carta, el jefe, le enseñaba a ser periodista y a comportarse. Uno de sus mandamientos era: «Nunca te pongas sandalias, porque solo una mujer en un millón tiene los pies bonitos». Ya José Roberto Guzzo, editor de internacional de Veja, la ayudaba con su portugués oxidado. «Antes de las computadoras, los jefes te garabateaban el texto. Después de la tercera versión que viene con correcciones en rojo, uno piensa: “Esa palabra debe de ser una porquería”. Hoy en día, uno difícilmente tiene tiempo de releer lo que se ha editado en la computadora, y las oportunidades de un aprendizaje cotidiano son escasas. En aquel entonces esa enseñanza era más gráfica».

En Veja, el proceso de aprendizaje fue rápido: formaba parte de una publicación nueva, con un equipo joven, que apostaba por la importancia de vivir lo que se describía y que aún no estaba dominada por las jerarquías de los medios consolidados. En 1970, Dorrit Harazim, con 27 años, ya publicaba relatos de guerra. «El no haberme quedado en una redacción tan jerarquizada como la de los cubículos europeos fue un privilegio. En Brasil fue todo más elástico», dice.

En la primera semana de junio de 1970, Veja anunció el relato de su enviada especial a las regiones de Neak Luong, Kompong Cham y Tonle Bet, en Camboya, en plena guerra:

Una vez en marcha, los camboyanos se percataron rápidamente de que en cualquier momento podía venir una ráfaga de la artillería enemiga. La prueba más palpable estaba en el descubrimiento de escondrijos vietcongueses, que fueron encontrados a medida que las columnas avanzaban y habían sido abandonados poco antes por el enemigo, todavía con pistolas, radios, linternas y almohadas. La marcha prosiguió por cuatro aldeas del bosque, súbitamente desiertas. Solo se encontró a una joven camboyana agonizante que había recibido dos tiros, uno en la cabeza y otro en el pecho.

Transplantada a conflictos en países distantes y complejos, siendo tan joven y con poca o ninguna tecnología para comunicarse con la redacción en Brasil (en otra misión, pidió que la redacción le enviase más dinero a Manama, la capital de Baréin, pero la transferencia se hizo a Managua, en Nicaragua), Harazim fue aprendiendo a base de errores. «Al desembarcar, yo no conocía nada, ni la geografía del lugar», recuerda.

Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI
Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI

Viéndose al lado de reporteros avezados, procuraba que no se transparentara su falta de experiencia. «Allí tu publicación no vale nada, tu nacionalidad no vale nada. Caes en paracaídas en el anonimato más desértico. ¿Qué haces en un ambiente en el que todos son periodistas veteranos? Tu autodefensa es simular saber mucho. Yo siempre supe que no sabía nada, pero fingía que sabía como defensa, para no denotar ignorancia».

Quien puso sus pies en el suelo —literalmente— fue el reportero Henry Kamm, del New York Times. Kamm (ganador del Pulitzer en 1978 por su cobertura de la guerra de Vietnam) la agarró por los tobillos y la arrastró hasta una zanja en el curso de una incursión en Tonle Bet. Él era de la generación de corresponsales veteranos de aquella guerra. «Mira, no sé cómo ni por qué viniste a parar aquí. Supongo que para informar sobre la guerra. Pero si quieres mandar reportajes a tu periódico, es mejor que aprendas a tirarte al suelo como todos nosotros», recuerda Harazim que le dijo su colega. «En aquel momento me di cuenta del ridículo que estaba haciendo y aprendí a no llegar tan mal preparada».

Con la experiencia, pasó a armar bases de datos, a hacer exhaustivas investigaciones previas y a pensar en cada detalle. En 2006, antes de embarcarse hacia Pequín, donde iba a cubrir los Juegos Olímpicos, insistió en que la redacción de la revista Piauí, en la que trabajaba como editora, mandase imprimir tarjetas de visita con su nombre y datos de contacto en mandarín.

Con cada error —y lección aprendida—, Harazim acumulaba bagaje para desenvolverse en nuevas culturas y contextos, desde ir solita, en 1973, a una entrevista a medianoche con el emir de Abu Dabi en el palacio de verano de Al-Bahr a circular entre diez mil quinientos atletas en las Olimpiadas de Londres. Aprovechaba su conocimiento de varias lenguas y su experiencia como inmigrante para causar cada vez menos extrañeza al introducirse en un ambiente distinto. «Ser diferente te deja enseñanzas valiosísimas y te ayuda en la profesión de las maneras más insospechadas. No llegas con un bagaje establecido. Curiosamente, puede que tu interlocutor no racionalice lo que está ocurriendo, pero baja la guardia», dice.

En 1980, a los 30 años, Harazim llegó a la Unión Soviética para informar sobre un tema que se volvería su especialidad: la cobertura de deportes olímpicos. Moscú fue sede de la Olimpiadas, y Harazim vio en el seguimiento de los Juegos la posibilidad de escribir sobre la política desde dentro del régimen. «Moscú pensaba obtener, con la competición, algo así como un aval definitivo y elocuente de la comunidad internacional al régimen instalado por la Revolución de 1917», escribió en la introducción del artículo de portada que publicó en la revista Veja.

De Moscú, Dorrit heredó el gusto por la cobertura deportiva y también una inmigrante rusa, que meses después de las Olimpiadas se presentó en la redacción de Veja para pedir asilo a la reportera a la que había conocido en Moscú.

Renata Lesnik, una escaparatista que se arriesgó a llevar a la periodista a conocer su casa de noche, desafiando las órdenes del régimen, quería llegar a Francia saliendo de Moscú y haciendo escala en Cuba. Había conseguido una visa de salida casándose con un colega brasileño. Al no conseguir embarcarse hacia París, se fue a Brasil; pero allí no la pudo hospedar el marido de mentira (el chico estaba casado de verdad). Sin tener adónde ir, buscó a Harazim en la sede de Veja en São Paulo. Ella y su marido, el también periodista Elio Gaspari, alojaron a Lesnik durante una temporada y luego le compraron el pasaje que por fin la llevó a París.

Después de Moscú, Harazim cubrió ocho Olimpiadas más. «Halló la manera de hacer el seguimiento de deportes olímpicos en un semanario», escribe Mario Sergio Conti en Notícias do Planalto. Pero así como descubrió un estilo propio de hacer reportajes deportivos, tuvo que enfrentarse a los retos y riesgos de hacerlo para una publicación semanal.

En las Olimpiadas de Seúl de 1988, Dorrit Harazim cuenta haber visto «uno de los momentos más sublimes de la máquina humana» cuando Ben Johnson, un canadiense nacido en Jamaica, fulminó su marca de 9,83 con la que había vencido el Mundial de Roma un año antes, corriendo cuatro centésimas más rápido. «¡Lo que sucedió en la pista fue totalmente inimaginable! Era la portada obvia para todos los semanarios. La imprenta retuvo la tirada para esperar la conferencia de prensa. Éramos quince mil periodistas acreditados», recuerda.

Al día siguiente fue a otra ciudad para seguir la competición de vela. En el barco de la prensa oyó a un italiano contestar el celular, aparato rato en aquel entonces, y conversar a gritos con quien daba la impresión de ser su editor: Johnson había caído en la prueba antidoping —el primer gran escándalo olímpico— y había sido descalificado. El estadounidense Carl Lewis era el nuevo campeón, con lo que las portadas que se habían enviado a la imprenta estaban equivocadas. «Las revistas norteamericanas pudieron hacer una segunda portada, Veja no. Hoy, en Internet, uno corrige el error en una hora. En un periódico, el error dura un día. En una revista, uno tiene que convivir con ese error una semana».

Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI
Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI

El bagaje que fue adquiriendo en cada olimpiada fue sofisticando su visión de los deportes y los deportistas. Sus reportajes no se limitan a las reglas de las competencias y sus vencedores. Harazim analiza la política deportiva de cada país, la personalidad de los equipos, la fragilidad emocional de los atletas, en general muy jóvenes, que dedican su corta vida a romper récords por milésimas de segundo. Y lo maneja todo con extrema delicadeza: sabe que está tratando con jóvenes poco expuestos a los medios, que pueden hablar más de lo que deben y a los que hay que proteger de sí mismos. «Una persona no preparada te da frases que son titulares. A mi entender, salvo que sea relevante para lo que uno está averiguando, no se puede dejar en evidencia innecesariamente a una persona solo porque eso sea lo más sabroso».

En Rotina de 15 mil braçadas, retrato del nadador brasileño César Cielo realizado cuando él se preparaba para competir por primera vez en una Olimpiada, Harazim muestra esa sensibilidad desde el principio del texto. En el párrafo de introducción, Cielo sueña que un australiano bate el récord mundial de su especialidad, los 50 metros libre, y se despierta cuando su técnico abre la puerta de un puntapié. En Sídney, Eamon Sullivan, australiano de 22 años, ha roto el récord de la prueba con un tiempo de 21 segundos y 56 centésimas. O sea, que Cielo no soñaba, sino que oyó la noticia mientras dormía.

Brett Hawke, el técnico, explica a Harazim por qué despertó así a su pupilo, de forma abrupta y brusca, pocas horas antes de que él disputara esos mismos 50 metros libre en el Grand Prix de Misuri: «No quería que se llevara una sorpresa en la piscina porque alguien le soplara la noticia poco antes de competir». La frase de Hawke está allí, en las primeras líneas del artículo, porque es clave para entender cómo funciona la cabeza de un competidor que aspira a romper récords por milésimas de segundo:

Aquella misma mañana, Cesão —apodo familiar del brasileño— iba a disputar los mismos 50 metros libre en el Grand Prix de Misuri. Al llegar al parque acuático para el calentamiento, se cruzó con el eterno bad boy de la natación, el estadounidense Gary Hall, dueño de la prueba en su país.

—¿Te enteraste de que hoy cayó el récord mundial? —le lanzó Cielo sin ningún tipo de inocencia.

—¿Hoy? —balbuceó Gary con cara de sueño.

—Sí, el de los 50 libre. Fue Eamon. 21,5.

El estadounidense abrió bien los ojos, se llevó la mano a la cabeza y salió.

—Rápido. Ya le echamos a perder el día —le comentó el brasileño al nadador francés Fred Bousquet, su colega en Auburn.

Resultado de aquella mañana: Gary Hall en último lugar, Bousquet en tercero, y Cielo en primer lugar, con un tiempo de 22,01. Además, también salió vencedor en los 100 metros.

El retrato de Cielo se publicó en la revista Piauí en junio de 2008. En agosto, el brasileño fue campeón olímpico de los 50 metros libre en los Juegos Olímpicos de Pequín.

Para ese reportaje, César Cielo dejó que Harazim lo acompañase hasta que entendiese la cultura alrededor de una piscina. Elementos que para un lego pueden parecer simples herramientas o accesorios (como el agua de la piscina, el body o el gorro de un competidor) se convierten casi en personajes vivos. «Yo me puse su body. Claro que él es enorme, y me quedó muy grande. Pero me lo quise poner para comprender cómo se siente en la piel. Claro que, como yo no uso la palabra yo, no lo vas a saber. Pero para que el lector tome nota de que yo sabía de qué hablaba, el caso es que me lo puse».

En Notícias do Planalto, tal vez el libro más conocido sobre los entretelones de la prensa en Brasil, se describe a Dorrit Harazim como «una de las claves del éxito de Veja». Ella «ideó un enfoque de los temas femeninos, apartándose de los dogmas del feminismo norteamericano y de las fórmulas de las revistas nacionales que consideraban a las mujeres como consumidoras de productos y servicios. Con una delicada sensibilidad hacia las miserias de la vida nacional —tal vez derivada de su visión como extranjera no acostumbrada a los mecanismos de explotación del patriarcalismo—, realizó innumerables reportajes que captaban el heroísmo cotidiano de brasileños anónimos. De temperamento didáctico y disciplinado, enseñó a decenas de reporteros a no darse por satisfechos con nada que no fuera lo excelente, lo mejor. En un medio predominantemente masculino, se impuso por su profesionalidad. Una profesionalidad por la que era temida (sus broncas escocían) y admirada (sus reportajes y ediciones especiales eran modelos de solidez y rigor). Dorrit servía también de referencia emocional en la redacción. Acogía en su sala a colegas con dificultades familiares, sicológicas, profesionales e incluso monetarias».

Flávio Pinheiro, hoy en día director del Instituto Moreira Salles, colecciona anécdotas que muestran ese rigor, esa insatisfacción con lo que no fuera excelente, lo mejor. «La devoción de Dorrit a la información es patológica», dice.

Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI
Crédito: Luiz Arthur Leitão Vieira/FNPI

En una de ellas, los dos —Pinheiro como jefe de la sucursal de Veja en Río de Janeiro y Harazim como editora de la revista en São Paulo— estaban terminando un artículo de portada sobre el actor Paulo Autran, patrón del teatro brasileño. Esos últimos toques, como de costumbre, seguían entrada la madrugada, cuando la extensión de Flávio Pinheiro sonó. Era Dorrit. «O la foto está mal o Paulo Autran tiene ojos de colores distintos». A pesar de que el reloj marcaba las dos de la mañana, Pinheiro se vio obligado a telefonear a la casa del actor. No de un actor, sino del mayor del país. El periodista se acuerda de un Paulo Austran que se despertó sin furia, pero sí arrastrando un molesto enfado. «Tengo ojos de distintos colores», fue todo lo que dijo, y colgó. Pinheiro estaba avergonzado, pero la portada se había salvado.

Anécdotas como esa surgen entre los que formaron parte del equipo de Harazim, ya fuera en Veja, en el Jornal do Brasil o en Piauí. Está la historia de que un avezado reportero que trabajaba para ella en la redacción de Internacional colocaba la mano en el tubo de escape del carro de ella para saber si había llegado mucho antes que él. Ella no niega la fama: «Yo era terrorífica como jefe, terrible». Con el tiempo se suavizó. «Yo cambié en mi trato de los demás. Cambié conmigo misma, porque el rigor también valía para mí. Y cambié en mi forma de comunicarme con los otros. Pero no en el rigor. No es necesario, ni obligatorio, ni útil que el rigor se verbalice de manera categórica. Es posible conseguir el mismo resultado manteniendo el rigor y siendo más agradable con el interlocutor».

Después de esta primera fase en Veja, Harazim trabajó en el Jornal do Brasil en Río de Janeiro y regresó a la revista en 1975. «Fui una periodista de diario que escribía mejor habiendo trabajado en una revista y viceversa. Cuando volví a Veja, había adquirido agilidad, me había deshecho de vicios de la lengua típicos de una revista, lo que me ayudó a ser una mejor reportera de revista».

En 1988, de vuelta en Veja, se mudó a Estados Unidos con su esposo, Elio Gaspari, y la hija de ellos, Clara. Pasaron cinco años en Nueva York, Harazim como jefa de la oficina de la editorial Abril (que engloba las principales revistas del país, desde publicaciones noticiosas como Veja hasta masculinas como Playboy) y Gaspari como corresponsal de Veja.

La experiencia de Estados Unidos cambió su forma de ver el reportaje. Para Mulher, Crime e Castigo, que fue artículo de portada de la revista en 1995, Harazim convenció al entonces nuevo secretario de Seguridad de Río de Janeiro para que la dejase pasar una semana en la prisión Talavera Bruce, en Bangu. Quería hablar del sistema penitenciario sin necesidad de que se lo dictara una rebelión o el encarcelamiento de un bandido conocido. Quería hablar, especialmente, de un aspecto del sistema penitenciario aún menos explorado: el femenino.

«La gente cree que para hacer un reportaje tiene que suceder algo. No es así. Uno tiene que narrar, narrar lo que ve, saber escuchar. En mi opinión, solo ese universo es un tema tan indispensable para comprender la sociedad como un robo de 5 millones de dólares. Eso es lo que me gusta de la profesión de periodista. Me proporciona un placer tan grande como entrevistar al Papa».

Al salir de São Paulo, donde vivía, para dirigirse a Río, donde está la Talavera Bruce, Dorrit no sabía cómo vestirse y optó por ponerse jeans y camiseta. «Fue una pifia. No sé cómo lo hice», recuerda. Los vaqueros eran la ropa típica de los funcionarios de la cárcel. Al llegar a la penitenciaría, «donde los rumores se esparcen en segundos», me tomaron por una espía de la policía. Por suerte, había visitado la misma prisión años antes con Herbert José de Sousa, conocido como Betinho, famoso activista de los derechos humanos, y una presa me reconoció. Otra vez, en cuestión de segundos, otro rumor recorrió la cárcel: Dorrit era de confianza.

A lo largo de aquella semana se volvió sicóloga, confidente y hasta recadera de las reclusas: salió del edificio con mensajes para los novios de las presas. Una vez más, consiguió incorporarse a un medio hostil. «Fui a parar, joven, mujer, blanca y soltera, al mundo árabe de los años 70. Como inmigrante y en el ejercicio de la profesión, uno aprende de la diversidad, del multiculturalismo. Tal vez por eso siempre logré integrarme, ya fuera en la prisión, ya fuera en el mundo árabe».

Durante ocho días durmió en la cárcel, comiendo lo que comían las reclusas, durmiendo cada noche en una celda distinta. A los pocos días ellas la buscaban, ávidas de hablar, hablar y hablar. Conoció así historias como la de Djanira Metralha, condenada a 200 años de cárcel, y la de Marta Pistola «la musa del amor bandido». Dorrit ganó, por ese reportaje, un Esso, el principal premio de periodismo de Brasil. «A mí eso me encanta porque considero un privilegio ser periodista por eso. Te pone en situaciones en las que no te verías jamás si no fueses periodista».

Crédito: Julián Roldán/FNPI
Crédito: Julián Roldán/FNPI

En una profesión en la que por lo general se comienza cubriendo temas de ciudad y cultura y se culmina la carrera con temas de política y economía nacional y, quizá, haciendo una corresponsalía de guerra, Harazim siguió el camino inverso. «En mi caso fue exactamente al revés. Pero creo que tuve el buen sentido de percatarme a tiempo del privilegio que representaba hacer lo que normalmente se considera lo máximo: cumbres, elecciones americanas, viajes, guerras, revoluciones. De pronto eres ni más ni menos que la reportera estrella con la que se fantasea en las novelas. En determinado momento entendí que lo que debería ser el ápice de la carrera me había dado la sabiduría, la cualificación profesional para querer cubrir a la mujer que vende productos Avon en el interior de Pará».

En 1999 Dorrit Harazim comenzó a incursionar en el cine documental. «La primera vez que vi a Dorrit fue en el 98. Ella vino a Videofilmes para hacer un reportaje para Veja sobre el documental Futebol, de João [Moreira Salles, dueño de la productora], que estábamos lanzando. La recuerdo bien vestida, siempre elegante y perfumada. Me pareció una profesora de alemán, de las buenas, seria, concentrada y competente, de las que hablan pausadamente y no desperdician ni una palabra. Su expresión ya viene editada, afilada y certera», recuerda Raquel Zangrandi, que trabajó de productora de los documentales de Harazim.

Contratada por Videofilmes para participar en un proyecto que unía a directores y periodistas en una producción especial que inicialmente iba a ser sobre los 500 años del Brasil, ella y la directora Izabel Jaguaribe acompañan a un inmigrante nordestino que trabaja en un restaurante de São Paulo y vuelve a su casa de Piauí para visitar a su familia, en un viaje en bus que dura tres días. El filme se titula Passageiros, y hace parte de una serie de seis documentales sobre temas brasileños. Uno de sus trabajos más bonitos es la serie de documentales titulada Travessias, producida por Videofilmes y que apareció en el canal GNT. En Travessia do Silêncio, un matrimonio joven y prometedor espera su primer hijo, que nace sordo. Travessia da Dor cuenta la saga de dos nadadores de alto rendimiento que procuran conseguir una plaza en las Olimpiadas de Atenas. En Travessia do Ar se expone la ardua rutina de unos atletas de gimnasia olímpica. Los otros tres documentales de la serie son Travessia da Vida (sobre la labor de Zilda Arns en la Pastoral da Criança), Travessia do Tempo (la última semana de un preso que cumple una pena de 37 años y su primera semana de libertad) y Travessia do Escuro (sobre un grupo de adultos analfabetos que aprenden a leer).

«Los documentales son el reflejo de mi interés por el brasileño invisible», dice Harazim. En Família Braz, Dorrit Harazim y Arthur Fontes radiografían a una típica familia brasileña de clase media, con cuatro hijos, de la periferia de São Paulo. Diez años después, en el momento de pujanza del gobierno de Lula, ambos directores vuelven con esa familia para mostrar cómo ha cambiado su vida. En una de las escenas, los seis integrantes de la familia aparecen delante de su vivienda al lado de un carro usado, el único de la casa. En la escena filmada diez años después, delante del mismo portón aparecen los mismos seis acompañados de cuatro carros. Dois Tempos ganó el premio É Tudo Verdade de 2011.

Del trabajo con Videofilmes, del documentalista João Moreira Salles, surgió otro proyecto: el de fundar una revista. Así fue cómo nació Piauí. «Dorrit siempre estuvo en el ADN de la revista y, para mí, lo sigue estando. En todo lo que hago siempre pienso: “¿Qué haría ella?”, y me escribo con ella casi a diario», dice Zangrandi, aún hoy en día secretaria de redacción de Piauí.

Piauí es una revista mensual cuyo ropaje se cosió con lo que Harazim más preció a lo largo de su carrera profesional: el tiempo para pensar en un tema, el celo por hacer averiguaciones, la precisión del texto, el rigor de la verificación y la corrección gráfica. «También indagamos lo que se hacía en América Latina y descubrimos que estábamos llegando tarde. Revistas como Etiqueta Negra ya lo hacían, mayor motivo para que Piauí comenzara a existir enseguida».

En Piauí, Harazim escribió sobre la vida de los expresidentes de la República y sobre el Torneo Americano de Crucigramas, publicó un retrato de un diputado que luchaba contra las milicias de Río de Janeiro y un análisis de un discurso del presidente boliviano Evo Morales en cruzada contra el pollo industrial, la papa holandesa y la Coca-Cola, «agentes y síntomas de una civilización a la deriva».

Desde la batalla judicial entre Brasil y Estados Unidos por la tutela de un niño hasta la historia de la última fábrica de máquinas de escribir, los textos de Harazim para Piauí se destacan por el mismo rigor. Para redactar un artículo sobre la decisión de la alcaldía de Río de cambiar las canecas públicas de la ciudad, por ejemplo, pidió ayuda a los reporteros para conseguir incluso la parte gráfica. «Después hizo cálculos con diversas hipótesis para ver qué productos cabrían o no en las nuevas canecas», recuerda Tardáguila. Un fragmento del texto dice:

El vecino que desafíe las leyes de la física y trate de meter un coco verde por la abertura de la simpática caneca tendrá dificultades. Podrá golpearlo todo lo que quiera, que no conseguirá hacer pasar la fruta por la boca del receptáculo, la cual mide 11 centímetros. Con mayores obstáculos se encontrará el ciudadano que pretenda librarse de una botella de PET de 2 litros que mató su sed estival: no entrará ni por su anchura ni por su circunferencia. Las botellas de 1 litro tampoco son aceptadas fácilmente por los recipientes.

«El juicio de Dorrit parece probar todas las hipótesis en busca de la veracidad», analiza Flávio Pinheiro. Cristiana Tardáguila concuerda con ello y lo ha experimentado en carne propia. Otra hipótesis que Harazim quiso probar para ese reportaje fue la siguiente: si la caneca fuera menor, ¿cuántas veces más tendría que pasar el camión para recoger la basura? Para eso le pidió a Tardáguila que fuese a la avenida Rio Branco, la principal de Río de Janeiro, y contase cuántos tachos de basura había a ambos lados de la calzada, información que al final no usó en el texto.

«Ella no debe de usar ni el 10% de lo que averigua», dice Tardáguila. En cierta ocasión, orientada por Harazim, la periodista cubrió la competencia de bowling en los Juegos Panamericanos de Río. Cuando regresó, no supo aclarar las dudas de la editora sobre las reglas del juego. «Me dijo: “Pero ¿estuviste al lado de los mejores de América y no preguntaste?” Respondí que pensaba que no me iba a hacer falta, y ella me dio una lección: “Pero te puede hacer falta, entonces mejor preguntarlo todo».

Incluso hoy en día, Tardáguila, como muchos reporteros que han trabajado para Harazim, la consulta como a una gurú. «Ella dice que el periodista tiene el síndrome del medallista olímpico, que consiste en pasar mucho tiempo dedicado a un asunto y aun así tener que volver a empezar al día siguiente. El periodista tiene dificultades para entender que no basta con hacer un reportaje muy bueno en una ocasión. Cuando acaba, tiene que comenzar otra vez todo el proceso. Su humildad tiene que quedar allá abajo y resurgir. Ella me enseñó que hacer periodismo es recomenzar todos los días».

En su paso por Piauí, un reportaje que engloba todas las cualidades del trabajo de Harazim es Sobras de Guerra. La experiencia de haber estado en conflictos armados le dio credenciales para entrar en un hospital para heridos de guerra. Por su capacidad de crear empatía consiguió acceder a la intimidad de un estadounidense, aun siendo mujer, mayor que él, extranjera, de una revista brasileña todavía desconocida como era Piauí.

Entrar en el apartamento del marine estadounidense Travis Greene, en San Diego, incomoda. El visitante siente que invade el sombrío refugio de alguien que se esconde de la vida. En plena mañana de sol californiana, en una ciudad tan abierta como Río, todas las persianas de la sala están cerradas, vedando la entrada de cualquier atisbo de luz procedente del mundo exterior. El residente del 303 prefiere la iluminación indirecta.

Él abre la puerta, vestido con una camiseta de manga corta que le acentúa el tórax. Excampeón universitario de los 100 metros y 400 metros vallas en el estado de Idaho, Travis Greene lleva puestas unas bermudas beige que le cubren la pelvis. Las dos piernas con las que conquistó los trofeos de atleta quedaron en Irak, a casi 13 mil kilómetros de distancia, entre la chatarra de un blindado en una carretera de Ramadi.

«Me gané la confianza de un individuo mutilado, un individuo lleno de heridas físicas y emocionales. Puedes pensar: “Vaya, pero comparado con descubrir un desfalco de 50 millones en las arcas de Brasil, eso no es nada”. ¿Quieres que te diga algo? A mí me parece maravilloso. Muestra que he aprendido mucho en mi profesión y que la he honrado, porque sé que no hice nada impropio en ese reportaje», explica.

Otro acierto del reportaje es que ella no cae en lugares comunes, clichés y sentimentalismos. «Podría haber contado detalles indebidos, descrito escenas que presencié y que no es preciso describir». Dice: «La ética periodística es la misma para ti y para un florista. La ética es sustancial».

Harazim es, hoy en día, colaboradora frecuente de la revista Zum de ensayos y fotografía y publica una columna semanal en el periódico O Globo. Escribe los domingos con una fórmula propia: deja los asuntos que le interesan en baño María antes de escribir sobre ellos. Así, hay «hechos de la semana que sobreviven a la masacre de la diseminación y llegan fresquitos e inéditos al domingo», como explica Flávio Pinheiro. Lo más prodigioso de sus artículos, dice Pinheiro, es la vivacidad de estilo con que presenta información que no apareció en el radar de otros periodistas. «En sus artículos, lo que a veces parece accesorio no es ornamental, sino esencial».

El secreto de los textos de Dorrit Harazim es que muestran, en los detalles, la explicación del todo. Su carrera siguió el mismo curso: comenzó por las estruendosas guerras y las altas cúpulas para encontrarse luego en la periferia de los asuntos, en personajes incógnitos, como si la explicación del mundo no estuviese en los grandes acontecimientos, sino en sus detalles más insignificantes. «Lo que considero curioso en mi caso como periodista fue haber empezado en un nivel extraordinario —una novata que circulaba entre periodistas de los principales diarios del mundo— y después decidir buscar lo menudo. Y en ese sentido, tengo la alegría de decir que, después que me metí en esto, he sido siempre feliz».

Dorrit Harazim, repórter
Por Carol Pires

Dorrit Harazim esteve no Vietnã durante a guerra e na África do Sul durante apartheid. Testemunhou, em Santiago do Chile, o bombardeio do Palácio de la Moneda em 11 de setembro de 1973 e – exatos 28 anos depois – estava em Nova York quando as torres gêmeas foram atacadas.

Ser testemunha da história, porém, não é o mesmo que ser protagonista dela. Não para Dorrit Harazim. Em 47 anos como jornalista, fosse a reportagem sobre a periferia de São Paulo ou sobre as trincheiras do Camboja, nunca usou em seus textos o pronome pessoal “eu”. Daí porque, entre jovens jornalistas, não é raro encontrar quem fale o Dorrit ao invés de a Dorrit. Quem não saiba como é sua fisionomia. “Cansei de corrigir a pronúncia do nome dela. É Dôrrrrrrit. Não Dórit”, conta Cristina Tardáguila, repórter do jornal O Globo, que trabalhou com Harazim na revista Piauí por cinco anos.

Esse tipo de confusão com o nome de uma das jornalistas mais conceituadas do Brasil dá ideia de sua personalidade. “Não conheço melhor combinação entre estilo de vida e de escrita: a mesma elegância, a mesma discrição, o mesmo recato”, escreveu o escritor Zuenir Ventura em 2010, quando Dorrit Harazim foi a homenageada do Congresso Internacional de Jornalismo Investigativo, em São Paulo.

Antes de tudo, o nome de Dorrit Harazim é estranho à sonoridade brasileira porque ela nasceu na extinta a Iugoslávia. Chegou no Brasil aos 5 anos com os pais, dois irmãos, e uma horda de imigrantes da Segunda Guerra. Mas ainda que tivesse um nome corriqueiro, Harazim tem como princípio que não importa a carpintaria da reportagem e sim a reportagem em si. E se não importa a carpintaria, não importa o carpinteiro: o comentário que Dorrit Harazim publica todo domingo no  jornal O Globo não leva o contumaz retrato do autor da coluna no alto da página; ela também não costuma aparecer na televisão; não é afeita a entrevistas; tampouco aderiu às redes sociais.  Como resume Cristina Tardáguila: “Dorrit é idolatrada no escuro”.

Dorrit Harazim virou repórter por acaso ao vivenciar outro momento historio: o maio de 1968.

Porque queria ser lingüista, Harazim deixou o Brasil para estudar na Universidade de Heidelberg, na Alemanha. De lá, seguiu para Paris para continuar os estudos na Sorbonne. Envolvida no debate de esquerda daqueles tempos, namorava um militante procurado como terrorista em três países. Seu destino mudou aí. Levada certo dia à Sûreté Nationale, perdeu o emprego de secretária na Aliança Francesa após ter sido fichada. Conseguiu outro emprego para ser pesquisadora na L’Express, revista semanal que foi sucesso de vendas nos anos 1960. Editada por Jean-Jacques Servan-Schreiber, a publicação teve como colaboradores Albert Camus e Jean-Paul Sartre.

Foi na L’Express que Dorrit Harazim, então com 24 anos, conheceu dois ítalo-brasileiros, Roberto Civita e Mino Carta, de passagem por Paris para conhecer a engrenagem da semanal francesa. Planejavam lançar uma revista no Brasil e já haviam visitado a Der Spiegel, na Alemanha, e estavam a caminho dos Estados Unidos para conhecer Newsweek e a Time. Do encontro com os conterrâneos, saiu um convite para ela voltar ao Brasil e trabalhar na revista ainda sem nome. Ela ficou de pensar.

A “década da agitação estudantil” – como o historiador Eric Hobsbawm chamou os anos 60 – culminaria, meses depois do encontro de Harazim com os jornalistas brasileiros, com os sucessivos protestos estudantis e trabalhistas em maio de 1968. Com a agitação, veio a repressão. Fichada pelo serviço de contra-espionagem e sentindo-se cada vez mais acossada, ela decidiu que era hora de tentar a vida em outro lugar. Em outubro daquele mesmo ano, desembarcava em São Paulo para trabalhar pela primeira vez como repórter na nova publicação brasileira, que ganharia o nome Veja e se tornaria a revista semanal mais vendida do país.

“Ela alugou um quartinho e, todas as noites, quando entrava nele, pensava: passou mais um dia e eles não perceberam que eu não sou capaz de fazer o que eles querem. Nunca perceberam porque Dorrit aprendeu rápido”, conta o editor e fundador da revista Piauí Mario Sergio Conti no livro Notícias do Planalto.

Mino Carta, o chefe, a ensinava como ser jornalista e se comportar. Um de seus mandamentos era:  “Nunca use sandálias porque só uma mulher em 1 milhão tem os pés bonitos”. Já José Roberto Guzzo, editor de internacional da Veja,  a ajudava com o seu português enferrujado. “Antes do computador,  os chefes rabiscavam o seu texto. Depois da  terceira versão que vem rabiscado em vermelho, você pensa: essa palavra deve ser uma porcaria. Hoje, você mal tem tempo de reler o que foi editado no computador e a chance de um aprendizado cotidiano é curta. Na época esse ensinamento era mais gráfico”.

Na Veja, o processo de aprendizado foi ligeiro: fazia parte de uma publicação nova, com uma equipe jovem, que apostava na importância de vivenciar o que seria descrito, e ainda não estava dominada pelas hierarquias dos veículos consolidados. Em 1970 – Dorrit Harazim com 27 anos –já publicava relatos de guerra. “Não ter ficando numa redação tão hierarquizada como nos escaninhos europeus foi um privilégio. No Brasil foi tudo mais elástico”, diz.

Na primeira semana de junho de 1970, Veja anunciava o  relato de sua enviada especial às regiões de  Neak Luong, Kompong Cham e Tonle Bet, no Camboja, em plena guerra:

Uma vez em marcha, os cambojanos se compenetraram rapidamente de que uma rajada da artilharia inimiga poderia vir a qualquer momento. A demonstração mais palpável estava na descoberta dos esconderijos vietcongues, encontrados à medida que as colunas avançavam, e abandonados pouco antes pelo inimigo ainda com pistolas, rádios, lanternas ou travesseiros. A marcha prosseguiu por quatro aldeias da mata, subitamente desertas – só se encontrou uma jovem cambojana agonizando com dois tiros, um na cabeça e outro no peito. 

Transplantada para conflitos em países distantes e complexos, sendo tão jovem e com pouca ou nenhuma tecnologia para se comunicar com a redação no Brasil (em outra cobertura, pediu que a redação lhe enviasse mais dinheiro em Manama, capital do Bahrein, e o depósito foi feito em Manágua, Nicarágua), Harazim ia aprendendo com os erros. “Ao desembarcar, eu não sabia nada, nem a geografia do lugar”, relembra.

Ao lado de repórteres tarimbados, tentava não transparecer a falta de prática. “Ali, sua publicação não vale nada, sua nacionalidade não vale nada. Você cai de paraquedas no anonimato mais desértico. O que você faz em um ambiente onde todo mundo é jornalista veterano? A sua autodefesa é pretender que sabe muito. Eu sempre soube que eu não sabia nada, mas fingia que sabia como uma defesa, para não mostrar ignorância”.

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Quem colocou seus pés no chão – literalmente –  foi o repórter Henry Kamm, do New York Times. Kamm (ganhador do Pulitzer em 1978 pela cobertura da guerra do Vietnam) a puxou pelos tornozelos para dentro de uma vala numa incursão a Tonle Bet. Ele era da geração de correspondentes veteranos daquela guerra. “Olha só, não sei como nem por que você veio parar aqui. Suponho que seja para reportar sobre a guerra. Mas se quiser mandar matérias para seu jornal é melhor aprender a se jogar no chão como todos nós”, Harazim recorda ouvir do colega. “Naquela hora me dei conta do papel ridículo que eu estava fazendo e aprendi a não chegar tão crua”.

Com a experiência, passou a montar bancos de dados, fazer pré-investigações exaustivas, pensar em cada detalhe. Em 2006, antes de embarcar para Pequim, onde acompanharia os Jogos Olímpicos, insistiu para que a redação da revista Piauí, onde trabalhava como editora mandasse fazer cartões de visita com seu nome e contato escritos em mandarim.

A cada erro – e novo aprendizado – Harazim acumulava bagagem para circular entre novas culturas e contextos: de ir sozinha, em 1973, numa entrevista com o emir de Abu Dhabi no palácio de verão de Al-Bahr à meia-noite, a circular entre dez mil e quinhentos atletas nas Olimpíadas de Londres. Usava do saber em várias línguas e da vivência como imigrante para causar cada vez menos estranheza ao se inserir num ambiente estranho. “Ser diferente é um aprendizado valiosíssimo e isso te ajuda na profissão das maneiras mais insuspeitáveis. Você não vem com uma bagagem estabelecida.  Curiosamente, o seu interlocutor pode não racionalizar o que esta acontecendo, mas baixa a guarda”, diz.

Aos 30 anos, Harazim chegou à União Soviética em 1980 para cobrir uma área que se tornaria sua especialidade: a cobertura de esportes olímpicos. Moscou seria sede das Olimpíadas e Harazim viu na cobertura dos Jogos a possibilidade de escrever sobre a política de dentro do regime. “Moscou pensava, com a competição, obter como que um definitivo, eloquente aval a comunidade internacional ao regime instalado pela Revolução de 1917”, escreveu ela na abertura da reportagem de capa que publicou na revista Veja.

De Moscou, Dorrit herdou o gosto pela cobertura esportiva e também uma imigrante russa, que meses depois dos jogos apareceu na redação da Veja que deu asilo à repórter que havia conhecido em Moscou.

Renata Lesnik, uma vitrinista que se arriscou levando a jornalista para conhecer sua casa à noite, contra as ordens do regime, tentava chegar à França saindo de Moscou com escala em Cuba. Havia conseguido um visto de saída casando-se com um colega brasileiro. Ao não conseguir embarcar para Paris, foi para o Brasil, mas não pôde ser hospedada pelo marido de mentira (o rapaz era casado de verdade). Sem ter para onde ir, procurou Harazim na sede da Veja em São Paulo. Ela e o marido, o também jornalista Elio Gaspari, hospedaram Lesnik por um tempo, antes de comprarem a passagem que por fim a levou a Paris.

Depois de Moscou, Harazim fez a cobertura de outras oito Olimpíadas. “Ela descobriu como fazer a cobertura de esportes olímpicos num semanário”, escreve Mario Sergio Conti em Notícias do Planalto. Mas assim como descobriu um estilo próprio de fazer a cobertura de esportes, enfrentou os desafios e as armadilhas de fazê-lo para um semanário.

Nas Olimpíadas de Seul, em 1988, Dorrit Harazim conta ter visto “um dos momentos mais sublimes da máquina humana”, quando Ben Johnson, um canadense nascido na Jamaica, fulminou sua marca de 9s83 com o qual venceu o Mundial de Roma um ano antes correndo quatro milésimos mais rápido. “O que aconteceu na pista foi tão inimaginável! Era a capa óbvia de todas as semanais. A gráfica segurou a edição para esperar a coletiva de imprensa. Éramos 15 mil jornalistas credenciados”, lembra.

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No dia seguinte, seguiu para outra cidade para acompanhar a competição de Vela.  Já no barco da imprensa, ouviu um italiano atender o celular, artigo raro na época, e conversar aos berros com quem soava ser seu editor: Johnson havia sido pego no exame antidoping – o primeiro grande escândalo olímpico – e fora desclassificado. O estadunidense Carl Lewis era o novo campeão, tornando erradas as capas que haviam ido para as gráficas. “As revistas americanas puderam fazer uma segunda capa. A Veja, não. Hoje, na internet, você corrige o erro na hora. Num jornal, o erro dura um dia. Na revista, você tem que conviver com aquele erro uma semana”.

A bagagem que foi adquirindo a cada olimpíada foi sofisticando seu olhar sobre os esportes e os esportistas. Sua reportagem não se atém apenas às regras das competições e seus vencedores. Harazim analisa a política esportiva de cada país, a personalidade das equipes, a fragilidade emocional dos atletas, em geral muito jovens, que dedicam suas curtas vidas a quebrar recordes em milésimos de segundo. E trata tudo com extrema delicadeza: sabe que está lidando com jovens pouco expostos à mídia, que podem falar mais do que devem, e que devem ser salvos de si mesmos. “Uma pessoa despreparada te dá frases que são manchetes. No meu entender, exceto se for relevante para o que você está apurando, você não pode expor uma pessoa desnecessariamente só porque aquilo é o mais saboroso.”

Em Rotina de 15 mil braçadas, um perfil do velocista brasileiro Cesar Cielo feito durante a preparação dele para competir pela primeira vez em uma Olimpíada, Harazim mostra essa sensibilidade logo no começo do texto. No parágrafo de abertura, Cielo sonha que um australiano bate o recorde mundial na sua especialidade, os 50 metros nado livre, quando desperta com seu técnico abrindo a porta com um chute. Em Sydney, Eamon Sullivan, australiano de 22 anos, quebrara o recorde da prova com o tempo de 21 segundos e 56 centésimos. Ou seja, Cielo não sonhava, ouvira a notícia enquanto dormia.

Brett Hawke, o técnico, explica a Harazim por que despertara seu pupilo assim, de forma abruta e bruta, a poucas horas dele disputar os mesmos 50 metros livre no Grand Prix de Missouri: “Não queria que ele fosse surpreendido na piscina por alguém lhe assoprando a novidade pouco antes dele competir”. A frase de Hawke está aí, nas primeiras linhas do perfil porque é chave para entender como funciona a cabeça de um competidor que almeja quebrar recordes por milésimos de segundo:

Naquela mesma manhã, “Cesão”, apelido familiar do brasileiro, disputaria os mesmos 50 metros livre no Grand Prix de Missouri. Ao chegar ao parque aquático para o aquecimento, cruzou com o eterno bad boy da natação, o americano Gary Hall, dono da prova em seu país.

– Você ouviu que o recorde mundial caiu hoje? – lançou Cielo, sem qualquer inocência.

– Hoje? – resmungou Gary, com cara de sono.

– É, dos 50 livre. O Eamon. 21.5.

O americano abriu bem os olhos, botou a mão na cabeça e foi saindo. “Pronto, acabamos com o dia dele também”, comentou o brasileiro para o velocista francês Fred Bousquet, seu colega de Auburn. Resultado daquela manhã: Gary Hall em último lugar, Bousquet em terceiro e Cielo em primeiro, com um tempo de 22s01. De quebra, também saiu vencedor dos 100 metros.

O perfil de Cielo foi publicado na revista Piauí em junho de 2008. Em agosto, o brasileiro foi o campeão olímpico dos 50 metros livre nos Jogos Olímpicos de Pequim.

Para essa reportagem, Cesar Cielo deixou que Harazim o acompanhasse até que ela pudesse entender a cultura ao redor de uma piscina. O que para um leigo pode parecer uma ferramenta a mais ou um simples acessório (como a água da piscina, o body ou a touca do competidor), tornam-se quase personagens vivos. “Eu vesti o body dele. Claro que ele é enorme e ficou enorme em mim. Mas eu quis vestir para entender como é na pele. Como eu não uso a palavra eu, claro que você não vai ficar sabendo. Mas para o  leitor notar que eu sabia do que estava falando, eu os vesti”.

Em Notícias do Planalto, talvez o livro mais conhecido sobre os bastidores da imprensa no Brasil, Dorrit Harazim é descrita como “uma das chaves do sucesso da Veja”. Ela “inventou uma abordagem para os temas femininos, escapando dos dogmas do feminismo americano e das fórmulas das revistas nacionais que encaravam as mulheres como consumidoras de produtos e serviços. Com uma sensibilidade fina para as misérias da vida nacional – talvez decorrente da sua visão de estrangeira, desacostumada dos mecanismos de exploração do patriarcalismo -, apurou inúmeras reportagens que captaram o heroísmo cotidiano de brasileiros anônimos. De temperamento didático e disciplinador, ensinou dezenas de repórteres a não se satisfazerem com nada menos que o excelente, o melhor. Num meio predominantemente masculino, se impôs pelo profissionalismo. Um profissionalismo que a fazia temida (suas broncas ardiam) e admirada (suas reportagens e edições especiais eram modelos de solidez e rigor). Dorrit servia também de referência emocional na redação.  Acolhia em sua sala colegas em dificuldades familiares, psicológicas, profissionais e até monetárias”.

Flávio Pinheiro, hoje diretor do Instituto Moreira Salles, coleciona anedotas que mostram esse rigor – a insatisfação com o que não fosse excelente, o melhor. “A devoção de Dorrit à informação é maníaca”, diz.

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Em um desses causos, os dois  – Pinheiro como  chefe da sucursal da Veja no Rio de Janeiro e Harazim como editora da revista em São Paulo – fechavam uma reportagem de capa com o ator Paulo Autran, o patrono do teatro brasileiro. O fechamento, como de costume, seguia madrugada adentro, quando o ramal de Flávio Pinheiro tocou. Era Dorrit.  “Ou a foto está errada ou Paulo Autran tem olhos de cores diferentes”. Apesar de o relógio marcar duas horas da manhã, Pinheiro se vê obrigado a telefonar para a casa do ator. Não de um ator, mas do maior ator do país. O jornalista se lembra de um Paulo Austran que acordou sem fúria, mas arrastando um enfado constrangedor. “Meus olhos tem cores diferentes” – é tudo que diz e desliga.  Pinheiro estava constrangido, mas a capa estava salva.

Anedotas assim pipocam entre os que já foram da equipe de Harazim, seja na Veja, no Jornal do Brasil o na Piauí. Corre a história de que um tarimbado repórter que trabalhava para ela na editorial de Internacional colocava a mão no escapamento do carro dela para saber se ela tinha chegado muito antes que ele. Ela não nega a fama: “Eu era tenebrosa como chefe, terrível”. Com o tempo, adoçou. “Eu mudei no tratamento. Mudei comigo, porque o rigor também valia para mim. E mudei na forma de me comunicar com os outros. Mas não o rigor. Não é necessário, nem obrigatório, nem útil o rigor ser verbalizado de maneira categórica. É possível conseguir o mesmo resultado mantendo o rigor e sendo mais palatável com o interlocutor”.

Depois desta primeira fase na Veja, Harazim trabalhou no Jornal do Brasil, no Rio de Janeiro, e voltou para a revista em 1975. “Fui uma jornalista de jornal que escreveu melhor tendo trabalhado em revista e vice-versa. Quando voltei para Veja, eu tinha adquirido uma agilidade, tinha descartado vícios de linguagem típicos de revista, que me ajudaram a ser uma repórter de revista melhor”.

Em 1988, de volta à Veja, mudou-se com o marido, Elio Gaspari, e a filha deles, Clara, para os Estados Unidos. Passaram cinco anos em Nova York – Harazim como chefe do escritório da editora Abril (que abriga as principias revistas do país, da noticiosa Veja à masculina Playboy), e Gaspari como correspondente da Veja.

A experiência nos Estados Unidos mudou a maneira como ela via a reportagem.  Em Mulher, Crime e Castigo, uma reportagem que publicou na capa da revista em 1995, Harazim convenceu o então novo secretário de segurança do Rio de Janeiro que a deixasse passar uma semana no presídio Talavera Bruce, em Bangu. Queria falar sobre o sistema prisional sem que fosse preciso ser pautada por uma rebelião ou pela prisão de um bandido conhecido. Queria falar, especialmente, de um lado do sistema prisional ainda menos explorado, o feminino.

“As pessoas acham que para fazer uma reportagem tem que acontecer algo. Não tem. Você tem que narrar, narrar o que vê, saber escutar. Apenas esse universo, acho que é uma matéria tão indispensável para a compreensão da sociedade como um roubo de 5 milhões de dólares. É isso que eu gosto da profissão de jornalista. Isso me dá um encanto tão grande quanto entrevistar o Papa”.

Antes de sair de São Paulo, onde vivia, para o Rio, onde fica o Talavera Bruce, Dorrit não sabia como ir vestida e optou por jeans e camiseta. “Foi uma mancada. Não sei como eu fiz isso”, lembra. Jeans era a roupa típica dos funcionários da carceragem. Ao checar no presídio, “onde os boatos se espalham em segundos”, foi tida como uma espiã da polícia. Por sorte, havia visitado o mesmo presídio anos antes com o conhecido ativista dos direitos humanos Herbert José de Sousa, o Betinho, e foi reconhecida por uma prisioneira. Outra vez, em segundos, outro boato correu o presídio: Dorrit era confiável.

Ela tornou-se, ao longo daquela semana, psicóloga, confidente e até garota de recado das presas. Saiu do prédio com recadinhos para levar para os namorados delas. Mais uma vez, conseguiu se inserir num meio hostil. “Eu fui parar, jovem, mulher, branca, solteira, no mundo árabe nos anos 70. Como imigrante e no exercício da profissão, você aprende com a diversidade, o multiculturalismo. Talvez por isso eu sempre consegui me inserir, seja na prisão, seja no mundo árabe”.

Durante oito dias, dormiu na prisão comendo o que as presas comiam, dormindo cada noite em uma cela diferente. Aos poucos foi sendo procurada pelas presas, ávidas por falar, falar, falar. Conheceu, assim, histórias como a de Djanira Metralha, condenada a 200 anos de prisão, e Marta Pistola, “a musa do amor bandido”. Dorrit ganhou, por essa reportagem, um Esso, o principal prêmio de jornalismo brasileiro. “Eu tenho muito encanto por isso porque eu acho um privilegio ser jornalista por isso. Ele te coloca em situações em que você jamais se veria se você não fosse jornalista”.

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Em uma profissão cuja carreira em geral começa na cobertura de temas de cidade e cultura e culmina na cobertura de temas de política e economia nacional e, quiçá, uma correspondência de guerra, Harazim fez o caminho aposto. “Para mim foi exatamente o contrário. Mas acho que tive o bom senso de perceber a tempo o privilégio que eu estava tendo de fazer o que normalmente é considerado o máximo – reuniões de cúpulas, eleições americanas, viagens, guerras, revoluções. Uma hora você é tudo o que os romances  fantasiam como a repórter estrela. Em determinado momento eu percebi que o que deveria ser o ápice  da carreira me deu a sabedoria, a qualificação profissional, para querer cobrir a mulher que vende produtos da Avon no interior do Pará”.

Em 1999, Dorrit Harazim começou a fazer incursões pelo cinema documental. “A primeira vez que eu vi a Dorrit foi em 98. Ela veio até a Videofilmes pra fazer uma matéria para a Veja sobre o documentário Futebol, do João [Moreira Salles, dono da produtora], que estava sendo lançado.  Me lembro dela bem-vestida, sempre elegante e cheirosa. Me pareceu uma professora de alemão, das boas, séria, compenetrada  e competente, que fala pausadamente e não joga uma palavra fora. A fala dela já vem editada, afiada e certeira”, recorda Raquel Zangrandi, que trabalhou como produtora nos documentários de Harazim.

Contratada pela Videofilmes para participar de um projeto que unia diretores e jornalistas num especial que inicialmente seria sobre os 500 anos do Brasil, ela e a diretora Izabel Jaguaribe acompanham um migrante nordestino que trabalhava em um restaurante de São Paulo voltando pra casa pra visitar a família no Piauí durante uma viagem que durou três dias de ônibus. O filme chama-se Passageiros e faz parte de uma série de seis documentários sobre temas brasileiros. Um dos seus trabalhos mais bonitos é a série de documentários Travessias, produzido pela VideoFilmes, e exibido no canal GNT. Em Travessia do Silêncio, um casal jovem e promissor espera seu primeiro filho, que nasce surdo. Travessia da Dor conta a saga de dois nadadores de alto rendimento tentando uma vaga nas Olimpíadas de Atenas. Em Travessia do Ar, atletas de Ginástica olímpica tem sua árdua rotina exposta. Os outros três documentários da série são Travessia da Vida (sobre o trabalho de Zilda Arns na Pastoral da Criança), Travessia do Tempo (a última semana de um detento cumprindo pena de 37 anos e a primeira semana em liberdade), e Travessia do Escuro (sobre um grupo de adultos analfabetos aprendendo a ler).

“Os documentários são o reflexo pelo meu interesse pelo brasileiro que não é mostrado”, diz Harazim. Em Família Braz, Dorrit Harazim e Arthur Fontes radiografam uma típica família brasileira de classe média, com quatro filhos, na periferia de São Paulo. Dez anos depois, atravessando a pujança do governo Lula, os dois diretores voltam a encontrar a família para mostrar como a vida deles havia mudado. Em uma das cenas, os seis membros da família aparecem na frente de casa ao lado de um carro usado, o único da casa. Na cena de dez anos depois, em frente ao mesmo portão, os mesmos seis aparecem felizes ao lado de quatro carros. Dois Tempos ganhou o prêmio É Tudo Verdade de 2011.

Do trabalho com a VideoFilmes, do documentarista João Moreira Salles, nasceria outro projeto, o de fundar uma revista. Nascia assim a Piauí. “A Dorrit sempre esteve no DNA da revista, e pra mim, ela ainda está. Tudo que eu faço sempre penso: O que ela faria?, e me correspondo com ela quase que diariamente”, diz Zangrandi, ainda hoje secretária de redação da Piauí.

A Piauí é uma revista mensal cuja roupagem foi costurada com o que Harazim mais prezou ao longo da profissão – o tempo para pensar o tema, o zelo com a apuração, a precisão do texto, o rigor da checagem e o apuro gráfico. “Também fomos atrás do que estava sendo feito na América Latina e descobrimos que estávamos chegando tarde. Revistas como a Etiqueta Negra já estavam aí, então a Piauí tinha mais é que existir logo”.

Na Piauí, Harazim escreveu sobre a vida dos ex-presidentes da República e sobre o Torneio Americano de Palavras Cruzadas; publicou um perfil de um deputado lutando contra as milícias do Rio de Janeiro e a análise de um discurso do presidente boliviano Evo Morales Morales em cruzada contra o frango industrial, a batata holandesa e a Coca-Cola, “agentes e sintomas de uma civilização à deriva”.

Da batalha judicial entre Brasil e Estados Unidos pela guarda de uma criança à história da última fábrica de máquinas de escrever, os textos de Harazim para a Piauí prezam pelo mesmo rigor. Para escrever sobre a decisão da prefeitura do Rio de trocar as lixeiras públicas da cidades, por exemplo, pediu ajuda aos repórteres para conseguir até o projeto gráfico delas. “Depois calculou diversas hipóteses de quais produtos caberiam ou não nas  novas lixeiras”, recorda Tardaguila. Trecho do texto diz:

O munícipe que desafiar as leis da física e tentar enfiar um coco verde goela abaixo da simpática lixeira vai se dar mal. Ele pode socá-lo quanto quiser, mas não conseguirá fazer passar o fruto pela boca do receptáculo, que mede 11 centímetros. Impedimento ainda maior terá o cidadão que pretender se livrar da garrafa pet de 2 litros que matou sua sede de verão – ela não entrará nem pela largura nem pela circunferência. Garrafas de 1 litro também não são facilmente aceitas pelas papeleiras.

“O juízo de Dorrit parece testar todas as hipóteses na busca da veracidade”, analisa Flávio Pinheiro. Cristina Tardáguila concorda e sabe disso na pele. Outra hipótese que Harazim quis testar para essa reportarem foi: se a lixeira seria menor, quantas vezes mais o caminhão teria que passar recolhendo o lixo? Para tal, pediu que Tardáguila fosse à Avenida Rio Branco, a principal do Rio de Janeiro, para contar quantas lixeiras haviam dos dois lados da pista – informação que no final não usou no texto.

“Ela não deve usar nem 10% do que apura”, diz Tardáguila. Certa vez, orientada por Harazim, a jornalista cobriu a competição de boliche nos Jogos Panamericanos do Rio. Quando voltou, não sabia tirar as dúvidas da editora sobre as regras do jogo. “Ela me disse: mas você esteve do lado dos melhores caras da América e não perguntou? Respondi que achei que não ia precisar e ela me deu uma lição: mas você pode precisar então melhor perguntar tudo”.

Ainda hoje, Tardáguila, como muitos repórteres que trabalharam com Harazim, a consulta como a uma guru. “Ela diz que jornalista tem síndrome de medalhista olímpico, que é passar muito tempo dedicado a um assunto, mas ter que recomeçar no dia seguinte. Jornalista tem dificuldade de entender que não basta fazer uma reportagem muito boa uma vez. Quando acaba, tem que começar tudo de novo. Sua humildade tem que ir lá embaixo e galgar de novo. Ela me ensinou que fazer jornalismo é recomeçar todos os dias”.

Na sua passagem pela Piauí, uma reportagem que comunga todas as qualidades do trabalho de Harazim é Sobras de Guerra. A experiência de ter estado em conflitos armados lhe deu credencial para entrar num hospital para feridos de guerra. A capacidade de criar empatia, conseguiu acesso à intimidade de americano, mesmo sendo uma mulher, mais velha, estrangeira, de uma revista brasileira ainda desconhecida como era a Piauí.

Entrar no apartamento do fuzileiro naval americano Travis Greene, em San Diego, incomoda. O visitante se sente invadindo o refúgio sombrio de alguém que se esconde da vida. Em plena manhã de sol californiana, numa cidade tão escancarada quanto o Rio, todas as persianas da sala estão fechadas, vedando a entrada de qualquer fresta de luz vinda do mundo lá fora. O morador do 303 prefere a iluminação indireta.

 

Ele abre a porta, enfiado numa camiseta de manga curta que lhe acentua o tórax. Ex-campeão universitário dos 100 metros e 400 metros com barreiras pelo Estado de Idaho, Travis Greene veste uma bermuda bege que lhe encobre a pélvis. As duas pernas com as quais conquistou os troféus de atleta ficaram no Iraque, a quase 13 mil quilômetros de distância – entre as ferragens de um blindado numa estrada de Ramadi.

“Consegui a confiança de um sujeito mutilado, um sujeito cheio de feridas físicas e emocionais. Você pode pensar, puxa, mas perto de descobrir um rombo de 50 milhões nos cofres do Brasil, isso não é nada. Quer saber? Eu acho isso maravilhoso. Isso mostra que eu aprendi muito na profissão e eu honrei essa profissão. Porque eu sei que eu não fiz nada de errado nessa matéria”, diz.

Outro acerto da reportagem é que ela não cai em lugares comuns, clichês e sentimentalismos. “Poderia ter feito descrições indevidas, descrito cenas que eu vi e que não precisam ser descritas”. Ela diz: “A ética jornalismo é a mesma ética para você e para um florista. A ética é substancial”.

Harazim é, hoje, colaboradora frequente de ensaios e fotografia Zum e publica uma coluna semanal no jornal O Globo. Ela escreve aos domingos com uma fórmula própria: deixa os assuntos que lhe interessam em banho-maria antes de escrever sobre eles. Assim, “fatos da semana que sobrevivem ao massacre da disseminação e chegam fresquinhos de ineditismo aos domingos”, como coloca Flávio Pinheiro. O mais prodigioso de seus artigos, diz Pinheiro, é a vivacidade de estilo com que apresenta informações que não entraram no radar de outros jornalistas. “Nos artigos dela, o que às vezes parece acessório não é ornamento, mas essencial”.

O segredo dos textos de Dorrit Harazim é que eles mostram, nos detalhes, a explicação para o todo. Sua carreira seguiu o mesmo curso: começou pelas estrondosas guerras e altas cúpulas para depois se encontrar na periferia dos assuntos, em personagens incógnitos, como se a explicação para o mundo não estivesse nos grandes acontecimentos, mas nos seus mínimos detalhes. “O que eu acho curioso no meu caso como jornalista foi ter começado num patamar delirante, de ser uma caloura circulando entre jornalistas dos principais jornais do mundo, e depois decidir ir para o miúdo. E, nesse sentido, eu tenho alegria de dizer que, depois, que eu me meti nisso, fui feliz para sempre”.